lunes, 17 de octubre de 2011

Das Tod Venedig

No la belleza, sino su representación:
lo que el ángel permite conocer como intensidad
o como ofrecimiento, tal vez como experiencia
de una niñez a la deriva en un mar tenebroso.
De todos modos, para Visconti
lo primordial es la representación, no la belleza en sí misma,
no la intensidad angélica que promete destrucción,
sino el abstracto devaneo para regocijo de los sentidos.
En eso tal vez consiste el arte
o en el talento de sir Dirk Bogarde –timidez, valentía, el justo equilibrio
entre sí mismo y su personae- o esas palabras dirigidas a Schiller por parte de Goethe
que condenaba a la soledad más profunda al desequilibrado
y joven autor de Patmos. Ajustes sin duda entre lo que se es
y lo que se necesita ser, lo que probablemente Thomas Mann sospechó
desde que adquirió conciencia de su propio valer como escritor,
jurando no caer en el extravío que prescribía su propia escritura –el contorno,
la contención clásica a través del estilo, siendo el estilo, la frialdad necesaria
para establecer una frontera con la vida-
Pero a Visconti
Tadzio, más que un problema de sexualidad decadente,
le plantea la curiosa necesidad de ver a Platón
                                              representado como imagen cinematográfica:
platonismo, neoplatonismo, idealismo, pureza,
ideal estético, decadencia, serenidad, proporción:
nombres, palabras, efímero festín que acusa para nosotros la fidelidad
hacia la autodestrucción siempre anhelada.
Por ello, sólo el Adagietto
puede ser el heraldo angélico de la representación o de su artificio.
Verdad y mentira, unidos e indistintos,
                                                           Venecia y la enfermedad
y la agonía de un niño solitario que en su cuarto
piensa en lo imposible que es ser amado.
Lo que el ángel permite conocer como intensidad
es solamente el ventanal azul de un país que nunca podremos conocer,
la mirada de Apolo frente al mar mientras nuestro cuerpo es consumido por la peste.



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