A primera vista la noción o idea de música política parece un contrasentido. Por supuesto que lo estoy pensando en relación a la así llamada música clásica o seria. Porque ciertamente, la así también llamada música popular ha tenido, como contraste, un contacto profusamente fecundo con ese ámbito de experiencia que llamamos política sobre todo en el pasado siglo XX, siglo del cual, a pesar de tanta referencia agorera e iniciática, seguimos siendo estrictos deudores espirituales.
Que la música clásica aparezca asociada a una idea o noción política –en el más amplio sentido del término que va desde una posición militante explícita hasta la articulación de un ideal contestatario y rebelde o de una recia actitud de protesta- y que ello, para nuestro perezoso sentido común, nos extrañe o parezca un contrasentido, se debe, por supuesto, no sólo al rapto que la ratio en su ideología niveladora a efectuado de todo objeto de cultura a nivel de mercancía y, por ende, llevándolo a la neutralidad o hasta la anulación de toda capacidad de respuesta a las exigencias de las posibilidades abiertas por la utopía, sino porque, en el caso de la música, como tan bien han demostrado filósofos, musicólogos y músicos como Theodor Adorno, Carl Dahlhaus, H.H. Stuckenschmidt, Enrico Fubini, Pierre Boulez y Luigi Nono con una montaña de argumentos, comentarios y densos análisis, en el cuerpo mismo de la música, en la manifestación misma de su sonoridad y el soporte cultural e ideológico que la ha sustentado -digamos desde el romanticismo del siglo XIX hasta ahora inclusive-, el considerarse a sí misma en tanto música absoluta sembró la semilla de la consideración de su eventual apariencia apolítica, entregándose de esta forma a la búsqueda de una autonomía en tantos sentidos necesaria y tan parecida o más bien idéntica a las búsquedas que, emancipatoriamente respecto de sus materiales, hacían las artes visuales y la poesía en la crisis derivada del callejón sin salida al que la estética kantiana derivó en el transcurso del siglo XIX y su transición hacia el siglo XX. Sobre esto, en líneas generales, se ha escrito mucho, tal vez muchísimo y es inevitable pensar en el quiebre de las vanguardias de hacia 1910 y 1920, respecto de un estado de cosas que, al parecer, limitaron las posibilidades expresivas de toda manifestación artística, buscando así, la liberación de esos mismos materiales que le servían de soporte y representación.
A veces el exceso de teorización acerca de la pertinencia de tal o cual concepto para entender la complejidad del arte y de la música en particular, para así aguzar nuestra percepción más allá de la ingenuidad del oyente primario, crea fantasmas y redes de autotrampas que son difíciles de esquivar. Por lo demás, siempre me ha parecido un acertijo de dudosa cristalización, el modo o manera que hay de representarnos la pertinencia de tal o cual obra respecto de tal o cual tendencia. De ahí a buscar responsabilidades hay un paso y desde ahí, hacia una política artística, sólo dos: de esto, músicos como Shostakovich, Prokofiev y Schnittke saben mucho mejor que nadie las consecuencias.
Pero sin duda, si uno es capaz de agudizar su oído, verá que una música política ha habido, tal vez desde siempre y, en algunos casos, en compositores que a primera vista, uno asocia al subjetivo mundo de la expresión personal e individualista. ¿Cuánta cuota de Revolución Francesa con sus ideales igualitarios en lucha férrea contra los valores de un pasado caduco e inhumano hay en Beethoven, en la Novena Sinfonía ?, ¿cuánto de denuncia contra el poder y la tiranía en la Sinfonía Eroica ? , por otro lado, en una música raptada por el sentimentalismo burgués casi desde el principio de su manifestación, como puede ser la obra pianística de Chopin, ¿hasta dónde llega en algunas piezas, en ciertas Polonesas, específicamente, el valor de denunciar o hacer presente la opresión rusa sobre Polonia y la resistencia a ello? Los ejemplos se multiplican y, de pronto, nos sentimos algo incómodos o más bien perplejos ante obras como el Canto triunfal de Johannes Brahms que rinde homenaje a la política de Bismarck en su victoria militar contra Francia en 1871.
El siglo XX, está plagado de obras y nombres, bastantes significativos para poder comprender cabalmente la realidad muy concreta de una música política. El espectro es amplio, vasto y sorprendente y va desde el disolvente espíritu anarquista de las obras de Kurt Weill, hasta las obras explícitamente compuestas bajo una militancia comunista como son las efectuadas por Hanns Eisler. No deja de ser curioso que ambos compositores en diversos momentos de sus respectivas vidas profesionales, fueron los más atentos y fecundos colaboradores de Bertold Brecht, uno de los escritores, sin duda, más comprometidos políticamente del siglo XX y que nos ayuda a entender el cariz rebelde y hasta revolucionario de este par de músicos. Pero si para Eisler, la música sí podía comprometerse con una militancia política y de ahí, abrir la posibilidad de una emancipación social, el caso de los músicos bajo el régimen soviético fue bastante distinta. Como mencionaba anteriormente, baste pensar en la dificultosa vida, no carente de riesgos, que tuvieron que asumir, entre muchos otros, compositores tales como Shostakovich, Prokofiev y Schnittke.
¿Pero cómo entender la música, políticamente hablando, después del desastre de la Segunda Guerra Mundial, después de Corea, después de Vietnam, después de Camboya, después de las dictaduras en América Latina y después de tantas fallidas y sangrientas intentonas libertarias y utópicas como lo fueron Budapest en 1956, Praga en 1968 y Tian anmen en 1989?
En una respuesta ingeniosa y no carente de verdad, el compositor y director norteamericano Leonard Bernstein, manifestaba que la música para ese siniestro vodevil que llamamos siglo XX, era la de Gustav Mahler, que el siglo XX era el siglo de Mahler. Tentado a encontrarle la razón, creo que el músico de West Side Story nos otorgaba una solución a nuestra búsqueda de sentido. Porque música que plantea con creces tal búsqueda, sin duda es la de Mahler. Pero, ¿es posible una música que en su seno lleve marcada la crisis misma no sólo del discurso de la época y su desastre, sino que ella misma sea una crisis del discurso musical?, ¿una música que no sólo relate el Apocalipsis, sino que sea ella misma la música política por antonomasia y, por ende, la representación del Apocalipsis mismo? Hasta hace muy poco, pensaba que eso no era posible. Pero después de oír Requiem für einen jungen Dichter de Bernd Alois Zimmermann, a parte de la profunda conmoción que provoca tal pieza, me parece que ahí pueden hallarse las respuestas a las espinudas preguntas que enunciaba más arriba.
Zimmermann fue un compositor que tal como sus contemporáneos generacionales, Karl Amadeus Hartmann y Winfried Zillig, nació en un instante fecundo y trágico de la historia: para ellos los nombres de Schönberg, Berg, Webern, Stravisnky y Bartok no eran una rareza vanguardista, sino los nombres claves de los nuevos caminos que la música había emprendido en el siglo XX y que había que explorar, ampliar y seguir. Pero también pertenecían a uno de los momentos más sombríos de la época: la era de Hitler, Stalin, la Segunda Guerra Mundial y sus desastrosas consecuencias morales y vitales.
Como muchos, Zimmermann fue un sobreviviente: herido en el frente ruso en 1942, se licenció pronto con una enfermedad que lo acosaría de por vida. Terminado el conflicto bélico, se integró a la intensa vida musical centroeuropea marcada, fundamentalmente entre las décadas del 50 y el 60, por el serialismo integral que músicos más jóvenes –y afortunados- que él, ponían en circulación, articulando lo que se llamó, la vanguardia de Darmstadt y que incluiría, entre otros a Stockhausen, Boulez y, en cierto sentido, Ligeti.
Pero para Zimmermann, no bastaba el halo de transparencia casi perfecta, de precisión matemática de las nuevas obras que iban sucediéndose una tras otra en el recién recobrado mundo musical centroeuropeo. Un permanente sentimiento de insatisfacción le invadía, como si la música de la joven generación en la intensa abstracción de sus logros, dejase a un lado un mundo de experiencias de horror que, para él, no estaban conjuradas en la sofisticación de las formas novedosas que sus colegas iban descubriendo o investigando.
Zimmermann experimentó en su obra con diferentes técnicas, como el sistema de cita musical o el collage, pasando por el serialismo. Desde comienzos de la década de los años 50 experimentó con materiales recogidos de otras obras, haciendo uso de la técnica de la cita musical. Durante la época en que finalizó su famosa ópera Die Soldaten (1960), Zimmermann llevó a cabo con éxito un complejo método de combinación de materiales procedentes de diferentes períodos estilísticos con su "propia" música, de forma que hizo uso de la técnica del collage. Es justamente con esta última técnica compositiva que Zimmermann se hallaría más augusto y que le llevaría expresar del modo más extraordinario la protesta vital y política que encarna Requiem für einen jungen Dichter.
De alguna manera, esta obra representa el testamento musical y espiritual de Zimmermann antes de su suicidio en 1970. Ya desde mediados de los años 50, el compositor veía la necesidad de una obra que diera cuenta del complejo caos en que había derivado el mundo de la postguerra: un tiempo de antagonismos, de férrea lucha ideológica entre el mundo occidental-capitalista y el bloque soviético, un tiempo que después del dictum de Adorno sobre la imposibilidad de concebir al arte después de Auschwitz, veía cómo las pesadillas kafkianas y orwellianas estaban a un paso de convertirse en una realidad. Un siglo marcado por la violencia, la muerte y la destrucción, ¿qué lugar le correspondía a un arte, a una música política? No ciertamente una obra entera de sí misma, completa en su autonomía discursiva, sino más bien, una obra que negase la sensación unitaria de autosuficiencia, una obra que no fuese una obra monolítica y de respuestas claras y precisas, una obra ciertamente que hiciese de su propia crisis de la forma y de sus recursos, es decir, de la fragmentaridad y lo aleatorio, signo especial y decisivo de una sensibilidad epocal quebrada, fracturada.
De esta manera y con la técnica del collage musical, Zimmermann logra en el Requiem un límite expresivo notable: a la música y sonidos propios de Zimmermann hay que añadir una gran cantidad de material previo. El compositor introduce varios textos “terminales”: el último discurso de Alexander Dubcek, el 21 de agosto de 1968, en el momento de la invasión de Checoslovaquia por tropas del Pacto de Varsovia; textos póstumos de Wittgenstein; fragmentos finales del Finnegan’s Wake y del Ulises, ambas de James Joyce; el último poema de Maiakovski; el último texto de Honrad Bayer, dos poetas que se suicidaron. Hay música de Wagner y de los Beatles, de Beethoven, de Milhaud, de Messiaen y música de jazz. Hay textos literarios y además de los autores citados se encuentran aquí referencias de Camus, de Schiller, de Esquilo, de Ezra Pound… Y numerosos discursos y textos políticos de Hitler, Chamberlain, Churchill, Stalin, Goebels, Mao, Imre Nagy y hasta grabaciones de lo dicho en el mayo del 68 parisiense y en sus manifestaciones en la calle. Y lógicamente, partes del ordinario del Requiem católico y hasta un texto del papa Juan XXIII. Zimmermann llamó a esta obra como lingual, es decir como una pieza hablada: el habla (textos preexistentes o incluso discursos, sin cambios, en varios idiomas) se integra en una pieza sonora que amplía el sentido de la palabra o el concepto de música. Las crisis finales de su enfermedad le impidieron al compositor acudir al estreno en Dusseldorf en diciembre de 1969.
El Requiem es obra de un artista y un hombre con unas convicciones éticas, políticas y religiosas determinadas, es una obra basada en una ideología sonora que propone una especie de brutal resumen de buena parte de la historia de un siglo. Los efectos están acumulados, y se hace uso de ellos con propósito dramático. Y su sonoridad constituye una masa de sentidos, una especie de arma que percibimos como dirigida a nosotros. Se nos arroja ese arma sonora como una piedra, o mejor, como una verdad dolorosa. Lo que escuchamos es hermoso y es doloroso, pero es sólo una imagen de la auténtica obra. Habría que escucharla en una amplia sala sinfónica donde quepan todos sus recursos, altavoces incluidos. Aún así, es emocionante escuchar esta obra cuyo atrevimiento formal y ético fue más allá de la vanguardia, siendo capaz de encarnar un tiempo de crisis del cual, somos herederos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario