lunes, 6 de diciembre de 2010

El mapa no es el territorio: antología de la joven poesía de Valparaíso I

En octubre de este año 2010 se cumplieron tres años de la publicación de mi antología El mapa no es el territorio. Ciertamente los ejemplares publicados por Editorial Fuga hace tiempo se agotaron. Y como en un futuro cercano no se ve posibilidad alguna de una reedición, creo que lo que resta es ir subiendo al blog, parte por parte, este trabajo. En todo caso más como testimonio que otra cosa: una antología es un producto altamente perecible y, de todas maneras, prisionero de su instante. Más que nada una fotografía de un momento puntual y muy circunscrito a su propio diseño de sentido. Por lo demás, esta antología ya está totalmente desfasada: han advenido otros protagonistas al concierto poético "porteño", algunos se han retirado, unos pocos han dejado de escribir y se han publicado un puñado de libros notables Si tuviera que editarla nuevamente, agregaría otros nombres, sacaría algunos y ampliaría la cantidad de poemas escogidos. Pero eso sería trabajo de otro proyecto antológico que por ahora no es más que un buen deseo. En esta oportunidad no subiré el prólogo -pasto de otro posteo- sino más bien comenzaré con los poetas mismos. Van esta ocasión Sergio Madrid y Sergio Muñoz. Pues que así sea.

Sergio Madrid S. (Iquique, 1967) Poeta, estudió Castellano en la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso. Ha obtenido la Beca del Taller de Poesía de la Fundación Pablo Neruda (1988). Ha publicado colectivamente Retaguardia de la vanguardia, 1992; Los novios de Ariadna, 1993 y Melancoholía, 2003. De forma individual  Voz de locura, 1988; El universo menos el sol, 2000 y Elegía para antes de levantarse, 2003. Ejerce docencia en el Instituto de Arte de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso.

                                         

      Advertencia del autor


Soy de la idea de que existe una conexión entre la figura del secreto y la figura de la intimidad, donde la figura del secreto en el mundo del poder se vuelve la intimidad del poder (intimidad alienada en un mundo alienado), es decir, el momento narcisista en que el poder se observa y se desea a sí mismo en el espejo, momento del todo obsceno. Me parece asimismo que en tiempos posmodernos (preferiría decir “en tiempos del espectáculo integrado”), lo que se democratiza del poder es propiamente ese momento narcisista, bajo la forma de la intimidad separada donde cada uno se consume a sí mismo bajo la falsa verdad del hedonismo. ¿Por qué falsa? Porque es la negación de la casa de cristal (firme y transparente como el cuarzo), que no es otra cosa que la ética. Es la época del yo.
            Recojo en trágico detournemont el desplazamiento propuesto por Lipovetsky de la frase de Rimbaud “Hay que ser absolutamente moderno” a la de “Hay que ser absolutamente uno mismo”. ¿Acaso no es esa nuestra época, donde cada uno en la intimidad construye en secreto (y por separado) una negación posible de la vida? Ese día, esa época corresponde a estas páginas, que se disponen como un dispositivo por donde pueda fluir la vida y tal vez la historia.


                                                                                                    Valparaíso, 2005


De El universo menos el sol, Ed La Linda Pelirroja, Valparaíso, 2000


El universo menos el sol


esta es la noche en casa, en el tedio del hogar
solo, fragmentado, haciendo un gesto raro
a la comunidad imaginaria, en fin, es la noche
rotulada la privacía, hora de reflexión o sueño

es la calle también, porque te asomas y continúas
hacia afuera como la noche, y no te sorprende ver
que no ves. Y es el árbol también. Es el universo
menos el sol. La intimidad apesta

allá lejos en el cerebro qué se esconde
en la forma del pez que se escurre de las manos

allá lejos en la cabeza qué pájaros
se derraman sobre el agua atormentada de los charcos

es la letra también, roedora del vacío
en la privacidad más enfermiza, agotada
de tanta noche, detrás de la ventana ideando
unas torpes palabras—


 

No ames la vida y morirás para siempre


¿acaso no fue el toro el origen
del amor y de la guerra
padre apócrifo de la bestia
que llevamos dentro
y sobre la cual danzamos?

ni el toro ha muerto ni la bestia

no hubo héroe que raptara danzarinas
fue solo el engaño de la espada
la vida que se viste de muerte
la vida que te invita a morir por ella
aplazando su necesario final
ni dos mil años rompen el círculo


De Elegía para antes de levantarse, Ed. Gobierno Regional de Valparaíso,
Valparaíso, 2003

 

En la tumba de Juan Luis Martínez


entre nosotros, poseedores de palabras
debemos distinguir entre la vida y sus significados
pues los últimos son pura ilusión —como sabemos
la rutina del bar y del trabajo, la complaciente
lectura dominical, revelan el universo
que las palabras desdicen —incluso los recuerdos
no aseguran en el alfabeto de la memoria
ninguna veracidad: transfiguración entre suceso y suceso
olvidos involuntarios, fragmentos, o simplemente
un ritmo de avanzada que la vanguardia obliga
¡qué decir entonces de un poema! Sé de alguno
que no escribió y lo hizo sin embargo de maravilla
con signos desencajados o anzuelos sin caña
¿pero nosotros —cuál es nuestra herencia?
¿y cuál nuestra dádiva? Si alcanza apenas
para el transporte diario y nos duele la precariedad
—¡nosotros, poseedores de palabras, vaya tumba
hallamos en los signos en la flor de la vida!—
nuestra realidad se redujo a unos cuántos pesos
a unas cuántas relaciones de amor falso o verdadero
y a un montón de amigos listos para saltar

 

La tecnología nos salvará de la naturaleza


me pregunto qué haremos los hombres
en miles de años cuando no nos quede más
que elevar un adiós total
al planeta asesinado por el Azar—
he de suponer un minuto de silencio
en una ceremonia que pudiera expandirse
hasta el centro mismo de la antimateria

me pregunto qué dirán los poetas
en miles de años cuando un tonelaje elegíaco
sobrevuele el horizonte. Tal vez para entonces
ya sin poetas habremos inventado la inmortalidad
y sólo dos Papas se la rivalicen
arrastrados por los hijos de Urizen
a través de la atmósfera agonizante

en la Máquina de la Salvación
los escombros de Dios despoblarán el cielo
a él se elevarán los grandes logros tecnológicos
y protegerán a la especie. Y hoy
que parecemos tan tontos, tan imbéciles, por
decir lo menos, en miles de años tal vez
seamos inteligentes como platillos voladores
ascendiendo en el Este junto al último sol

 

Generación escindida


la historia se nos parece:

yo provengo de una época infeliz
de una época toscamente modulada
donde la muerte elegía
máscaras soberbias

la época tejió en la mente
una lejanía, poco profiere la historia
de ese tiempo cuyos relojes fueron
ideados en el club de la barbarie

y nos quedó el presente como un espacio
donde la libertad se desperfiló
en su lugar una tierra de oro falso
un jardín con abono de cadáver

 

Dafne


             Antes que el laurel existiese, antes que tú misma te volvieras laurel, la mano de un hombre estrechaba el Universo a través de un cuerpo de mujer, y las constelaciones se reflejaban en todos los océanos de la sangre y todos los ríos corrían de la montaña al mar. Antes que tú misma fueras este árbol imposible, las ramas silvestres se movían ante el viento del amor. Las ventanas que daban a los parques se abrían en verano y se cerraban en invierno de la misma manera con que una mujer y un hombre desplegaban las naves de la noche. Y todo barco zarpaba por la piel del otro sin peligro de lo ignoto. Ya que rompiste las cadenas de oro que reúnen a los astros con los dioses y que exiliaste a los dioses hacia un Olimpo destruido, y que dejaste solas a las estrellas y sin abrigo a los animales del campo, no tengo más sortilegio que estas palabras.
            Si hubieras sido mi hija por lo menos, te hubiese amado en la distancia acompañado, me hubieras amado como se ama a un roble en la selva peligrosa. Y tal vez desnuda me hubieras seducido y yo, valga decirlo, no me hubiera negado. Sin temor al pecado de los hombres, te hubiera poseído en el abrazo de los planetas. Si hubieras sido mi madre por lo menos, contaría contigo incluso en las horas de la angustia y la traición, y me hubiera sentido pequeño ante la inmensidad del aire que da vida a las plantas, a los ríos, a los animales y a los pensamientos, y te hubiese poseído con todas mis garras para no ser expulsado del paraíso. Si hubieras sido por lo menos mi hermana, las sábanas filiales se mancharían del oro de los cuerpos, de la plata de las caricias, del hierro del oprobio, pero juntos.
            Contigo perdí no sólo los ojos que continuaban mi sueño, sino todo el beso universal. Los vínculos cayeron sobre la loza de los palacios. Entonces con mis palabras ineptas te he transformado en este arbusto, en este árbol, en esta rama. Hoy que no tengo reino ni patria, ni madre ni hija ni hermana, me declaro príncipe del desierto, sólo para lucir en mi cabeza la belleza de tus hojas.

 

De Cadáveres (conjunto inédito)

 

Hoy al alba estaba yo despierto


yo que había observado las tonterías del sistema
sin conocer los otros fragmentos del mundo me persuadí
de que era prudente asumir una esperanza en el futuro
que asegurara la infelicidad del presente

a veces un nombre de mujer
traía más ríos que piedras
más estrellas que cielos

finalmente un nombre
no es más que un nombre
¡qué poca cosa las palabras!

y el tiempo, que no es condena
ni promesa, qué poco intenso
su transcurso

                      en el transcurso de estos años
las cosas tomaron un giro deleznable
ni el amor ni la fortuna, ni la moderada fama
que me confirieron, ni los sueños cumplidos
estuvieron a la altura de mis fracasos

y sin embargo no he fracasado
¿qué fantasma se me ha puesto
entre los ojos y el mundo?


Sergio Muñoz A. (Valparaíso, 1968) Poeta y profesor de música por la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso. Ha obtenido la Beca del Taller de Poesía de la Fundación Pablo Neruda (1994) y la Beca de Creación del Consejo Nacional del Libro y la Lectura (1999). Desde 1994 hasta la fecha ha sido monitor del Taller de Poesía del centro cultural La Sebastiana y del Seminario de Reflexión Poética llevado acabo en el mismo lugar, Valparaíso, en donde además ha realizado una intensa actividad de promotor cultural, organizando lecturas, encuentros y talleres. Ha publicado los libros de poemas Lengua Muerta, 1998; 27 poemas, lengua en blues, 2002; Lengua ósea, 2003, siendo recogida su obra, además en diversas revistas y recopilaciones como Libertad 250, Viña del Mar, 1996 y Metáforas de Chile, Ed LOM-Corporación Altamar, Stgo de Chile, 2000.

                 

 

                                                      Lengua Poética


Nací en 1968, con los ecos de Praga, de París y de una trunca reforma universitaria chilena en algún rincón de la ola de supuesta libertad que me dio a luz. Estudié Licenciatura en Música porque me parecía insensato pasar por la vida sin relacionarme profundamente con el sonido y con el ritmo, con la vibración física y mágica que se esconde detrás de todo esto. Mito y forma. Por un lado el placer de los sonidos que se entrelazan, y por otro, el sentido, la absurda cicatriz del significado, que siempre nos remite a una herida antigua, que nos doblega irremediablemente, y nos obliga a oír con las anteojeras en el tacto.
No pertenezco ni me siento parte de ninguna generación ni cosa que se le parezca. Me parece un exceso. La genuina generación del 60 se articuló en torno a una manera de convivencia literaria y vital que sin duda aglutinó a sus integrantes como una generación particular. El Golpe de Estado, me parece, va a teñir de individualidad y de distancia, de absurda competencia y de mercado, -por lo menos- a las tres décadas siguientes, por lo que no me parece tan descabellado pensar en una articulación generacional que se pueda establecer recién en el bicentenario. Aquella es una fecha que puede nuevamente aglutinar los desarrollos particulares de la palabra poética chilena de las últimas 4 décadas en algunas corrientes más o menos decantadas, y en movimientos desarrollados con cierta coherencia desde una perspectiva crítica relevante.
Dentro de ese contexto, mi obra aparece como una obra menor, por cuanto ha tenido una recepción crítica mínima en Chile y permanece lejos del bullicio arbitrario de una supuesta carrera literaria. Aquello no me interesa en lo más mínimo. La mayor parte de mis preocupaciones estéticas, obedecen más bien a articular un trabajo minucioso al interior de los poemas que escribo. El resto, lo que ocurre fuera de ese ámbito íntimo en el que uno cubre y descubre, anota y denota, medita y edita, escribe y describe,  etc. al parecer no me interesa en demasía. Aún así, hay días en que leo lo mío con entusiasmo. Sin duda, aquello puede deberse nada más que a un espejismo momentáneo y al fervor exagerado con que uno lee a veces lo propio. Hasta ahora he publicado tres libros: “Lengua Muerta” en 1998; “27 poemas – lengua en blues” el 2002 y “Lengua ósea” el 2003. Respecto de estos libros y del trabajo posterior que permanece inédito, intuyo algunas coordenadas que pueden tal vez iluminar una lectura indulgente de mis textos. Un primer comentario tiene relación con las temáticas. Yo diría que hay dos grandes temas que se connotan y que guardan alguna novedad. En cierta forma son dos caras de un mismo problema existencial que llevo conmigo y que me acompaña siempre:  Por un lado, hablaría del afán de desentrañar desde la más absoluta intemperie, todos los nudos relativos al laberinto vital y familiar en el que me tocó participar. Por ello y desde allí, los tópicos de la identidad y la memoria adquieren tanta relevancia y significación en lo mío. Desde allí también se explica el tachado de mi nombre civil y la presentación de mi “seudónimo”, que no es otra cosa que el nombre de mi padre carnal y la explicitación de su inexistencia. Por otro lado, me parece igualmente relevante la presencia permanente de un contenido genealógico que da cuenta de un ámbito más bien íntimo y familiar, que no está fuera de mi trabajo poético, y donde se reflejan permanentemente mis hijos. Otro eje relevante tiene relación con la forma. Diría que hay una suerte de tratamiento obsesivo en gran parte de mis textos, respecto de otorgar a esta organicidad simbólica, sintáctica y semántica que es el lenguaje, una plasticidad que le sea particularmente necesaria, rigurosa y que controle -en parte- el derramamiento con que la mayor parte de las veces, el lenguaje se muestra. En esta línea, yo igualmente reconozco dos maneras fundamentales: La primera, tiene relación con una fuerte adhesión a un tratamiento riguroso de la forma, como un soporte que contenga al lenguaje, ya sea en los modos clásicos, o en modos más bien propios que no renuncian a una estructura formal que pretende dar coherencia al discurso. La segunda, es -a mi juicio- el tratamiento del ritmo como un eje central de mis textos, en el sentido de articular el desarrollo temático con un fuerte énfasis en el sonido de las palabras que forman el texto. De esta manera decido las palabras que entran en el juego que todo poema es: haciéndolas sonar una y mil veces. Cuando el sonido me encandila, cuando vislumbro el canto, esa palabra permanece.
            Hasta ahora, no me ha interesado mayormente el paisaje exterior, o más bien, he escrito lo mío ahondando en los paisajes interiores. Me parece que estos textos podrían haber sido escritos con el mismo furor sin que importara mayormente la latitud, la altura, ni la cantidad de habitantes del lugar. Sin embargo, reconozco que Valparaíso (me) plantea encrucijadas relativas al tiempo, a la geometría, a una multiplicidad de planos y registros sonoros que tiendo a divisar a veces como presencias fantasmales de lo mío. Aquello forma parte de un registro que estoy trabajando y del que no tengo certezas todavía.
En estos días crueles y duros de postmodernidad y globalización, cumplo 20 años de articular una lengua mayoritariamente mía, desde un remoto verano del 86 lleno de dictadura y de desconfianza por la palabra, en que los rituales de la vida me arrinconaron en un pedazo de papel, hasta el juego envolvente de los espejos en que esto se convierte inevitable y cotidianamente cada vez que me lanzo al vacío de la página blanca. Tal vez porque uno siempre escribe desde su herida, o tal vez porque intentamos tercamente aligerarnos ante la inminencia de la muerte y del tiempo, esta terquedad en la articulación de una voz propia-propria, no deja de sorprenderme y maravillarme.
Agradezco las circunstancias mías y ajenas que me hicieron vaciarme en la escritura, y agradezco el interés y la oportunidad de estar acá.

                                                                                                   Valparaíso, 2006


                                  

De Lengua muerta, Ed La Trastienda, Santiago de Chile, 1998.


Alabanzas al vuelo del colibrí

Azar y mordedura son dos pétalos del mismo juego
-como agujas ciegas que cuelgan del origen-
zumbido y aliteración de espinas en la rosa.

Y entonces aparece el colibrí
y le entierra esa hilera de aire:

mandíbula equívoca de la fragancia.

Zumba el paisaje y da señales ciertas de un rapto
y ahí mismo hay elásticos de sangre
y calzones extraviados
que sonrojan nuestra indiferencia
lo cual también es paradigma –y rosa-
picazón del que aletea –y rosa-
y desnudez y simetría en el ocaso.


Postdata

Aconsejaría malgastar el olvido
es decir, soplar sobre las caras de los otros
como si fueran las velas intactas de algún festejo.

Porque además se es feliz soplando así
yendo a buscar algo de comida para la noche
que es tan larga en sí misma
y nos duele por ser tan honda y negra como es.

Aconsejaría correr por los peldaños de uno
caer por ellos cada noche
mirar los perfiles del mundo
tocarnos hasta perdernos
como si fuéramos la sombra de algo
más intenso y pleno que nosotros.

Basta decir que el cielo
no nos tuvo entre sus elegidos.

Y esto es digno de los condenados.



De 27 poemas, lengua en blues, Imprenta Herrera, Valparaíso, 2002

Heráclito


                           a gonzalo rojas

no creo      y más aún se me confunden las estrofas
si se trata de hilar fino en la memoria

pienso en el fuego
ése sí que es dios cuando nos quema

y lo intuimos      claro que lo intuimos
lo observamos como queriendo entrar en él
y apacentamos la duda en esos humos
que se van vertiginosos.


Jadis
                  Jadis, si je me souviens bien, ma vie était un festin
                 oú souvraient tous le coeurs...
                                     arthur rimbaud

antes              mucho antes de ser
antes de hablar de esa mitad de uno
que anda suelta     que se hunde hasta el cuello
del festín fetal del arrullo      de esas yeguas aladas
del llanto     veo labios partidos      veo sangre
a lo largo y a lo ancho del mundo
y una hermana impensable
vuela a los brazos feroces del verbo
y no hay oxígeno           no hay luces
en la nueva placenta                y su cuerpo
cae lejos del mío    antes     mucho antes de ser
cuando soplaba el uno en la violencia materna del vértigo
y alcanzamos aún a tocarnos como animales que fuimos
como estrellas que fuimos en el tren familiar de los viejos
de algún plazo escrito en los labios         mal escrito
en los guiños del sueño         alcanzamos a unir
nuestros dedos          sólo eso          escuchamos el canto
de unas venas veloces que se desvestían
y la sangre corriendo            y unos hilos
colgando hacia el suelo          sólo eso
antes         mucho antes de ser
antes de hablar de esa mitad de uno
que anda suelta


De Lengua ósea, Ed Gobierno Regional de Valparaíso, Valparaíso, 2003


CO

propicio es que hablemos del tiempo
de esa luz que será luz
más allá del espacio irreal de la piel
de un rigor que se cumple
en el atavío desnudo de nuestros ritos
en la suave certeza
que la noche y el día van abriendo
en este plazo tan lleno de silencio

propicio es mirarnos
depender de la euforia de una ráfaga herida
soportar las visión insistente
de este sol que envejece
en la fuga del viento

propicio el decir
escribir en el diálogo
con tu amistad y tu sombra
advertir que la máscara teje
en su vínculo de piedra
la ironía de un adiós que cae invicto
en la tela sinuosa del recuerdo

desnudarnos
agrietar en la huella de esta lumbre escondida
la quietud de la hoguera que consume una tarde
pronunciar la infinitud y ser palabra abierta
con su queja y su arrullo

porque somos luz
somos fuego en medio del silencio
somos llama y espejo
y la luz se queda en ella
se desplaza de una estrella a otra orilla
busca el sitio donde anclar su reflejo

y tú lo sabes          tú lo llevas sin miedo
vinimos y nos vamos         tercamente
porque no hay más certeza
en el diálogo con nuestros huesos

efímeros            golpeados por el tiempo
pero porque tú has vivido más de lo que has vivido
y porque te han abierto surcos en el pecho
vas a salir bailando de ésta            -amigo-
encaramado en la alegría de tu corazón

propicio es que hablemos del tiempo
de esa luz que será luz
más allá del espacio irreal de la piel
de un rigor que se cumple
en el atavío desnudo de nuestros ritos
en la suave certeza
que la noche y el día van abriendo
en este plazo tan lleno de silencio


Post-data

y resuello aún en el despojo       hilando efímero mi vuelo
voy errático al olvido que se abre en la figura de estos pétalos
mal vestidos de ritmo y noche

doy sombra a un filo que aún no duele
ni sangra      pero que duele y sangra
como si en él se fuera el mundo que alguna vez imaginamos
-tenue-         con su sordina y su límite

pero uno no sabe            -de verdad no sabe-
uno apenas presiente            bosqueja el fuego
pero no se ilumina ni se quema en la visión del origen

¿qué somos?          ¿quiénes fuimos?
uno no sabe

uno sólo reduce las líneas de sus manos a un orden mayor
intenta el encuentro con algo o alguien           relativiza el tono
alucina o se vuelve un pedante –decadente o grosero-
pero no alcanza a vislumbrar el mito

porque uno es mito o es ceguera la que alardea en la mano
la que figura en la placenta plena de tiempo y de piel

uno es mito o es enorme el vacío
que ensombrece nuestro nombre
o es vacío el infinito que nombra a nuestra sombra
en la irrealidad que nos esquiva

uno es mito o no hay verbo ni hay sonido
más allá del sonido que susurra en nuestra piel
con su luz y su olvido

uno es mito o es nada             noche o vacío
desde donde el espejo escribe su sentencia desnuda

nada o nadie

ninguno

nunca

no sé            pálido viene uno a vestir el origen
y lo viste con dolor y con furia
masticando mil veces
la ironía de un tiempo que nos vence

¿qué somos?            ¿quiénes fuimos?







domingo, 5 de diciembre de 2010

Acerca de Solsticios de David Villagrán [1]


Desde que renuncié por evidencia de la edad y los avatares de la vida a considerarme “poeta joven” –aunque hay quien afirma que Sergio Muñoz, Eduardo Jeria y Rodrigo Arroyo, nacimos viejos-, asumí, medianamente consciente, una especie de distancia respecto a la lectura de esa avalancha de nombres, libros y gestos que nuestra sociabilidad literaria y el micromercado editorial que la alimenta, rotula como “jóvenes”. Y es que la proporción geométrica de eventuales actores que aparecen en una escena difusa es mareante y sideral, avasalladora y apelando siempre a una preeminencia mediática de sospechosos pergaminos. Para cualquier cristiano -o lector común: aunque no sé si exista semejante animal, hoy por hoy- en este instante, estar “informado” de  lo que acontece en la poesía chilena que escriben los autores de menos de 30, es querer hacer un esfuerzo entre etnográfico y darwiniano: se echa de menos, no un crítico que desmantele tanto mito con una palabra racional y de buen sentido, poseedor de un sano autoritarismo como pedía Eliot en Tradición y talento individual –cosa a la que no me opongo para nada, aunque creo que en este país eso sería más difícil que el advenimiento benjaminiano del Mesías- , sino más modestamente a veces noto que hace falta una especie de Claudio Gay o Ignacio Domeyko que ayude a orientar al lector desprevenido acerca de tanta familia, grupo, etnia, tribu o raza que pulula entre provincia y ese Santiago, capital de no sé qué como bien dice el viejo Rojas y que nos muestran una diversidad que impacta a la vista y los sentidos.

Cuando los editores de Marea Baja me pidieron unas palabras para presentar Solsticios de David Villagrán acá en Valparaíso, sin conocer al autor y movido por una curiosidad que removió mi macilente pereza de viernes en la noche, me di cuenta o caí en la cuenta de lo que declaro en las líneas anteriores: ¿es posible intentar inscribir en un mapa de lectura una obra primera que no primeriza en uso lingüístico y verbal, y ser justo con ella? Yo, que prefiero leer a los poetas de antes del 50 donde me hallo en casa y feliz, ser invitado a leer por instancia generosa de Juan Santander y Rodrigo Arroyo, este libro, ha sido una experiencia de la que no me arrepiento. En Villagrán –y otros ya lo han señalado mejor que yo- hay un apasionamiento por el lenguaje, un regusto por la verbalidad que no teme exponerse a los límites de lo cursi, de lo enrevesado y de lo malamente calificado como culterano. En eso, veo yo un riesgo –palabra fetiche que forma parte del repertorio bien pensante del magro círculo crítico- riesgo, digo, en una sociedad poética joven como la nuestra con una idolatría por la anorexia verbal –la pretensión de ser objetivistas marca pauta en varios/as- y que revela pienso yo, una pasión por el gimnasio de la retórica de lo mínimo que al parecer pretende darnos en una bandeja de madera, a esa realidad siempre escabullible, sin mediación, sin conflicto –que no significa que trate temas conflictivos- con una celeridad muy de Spa santiaguino. Afortunadamente, educado y perteneciente a los 90 –-  el raquitismo si bien despierta mis simpatías, no es beneficioso para mi salud al menos.
Todo esto para ver en Villagrán, una generosidad y un lujo verbal como pocos. Y poco sería si agregara a ello, una manejo formal del verso –qué difícil es el verso blanco entre nosotros- que me parece envidiable, como asimismo una sana y bien tejida trama de alusiones a la literatura clásica con guiños para esos escasos lectores que espero superen la magra estadística de los estudiantes de literatura. En esto Villagrán no se tienta con una eventual épica, cosa que le sienta mucho mejor a Marcelo Guajardo Thomas, sino más bien busca y detecta esos instantes de cristalización lírica que implican una referencia permanente a ese adentro que llamamos conciencia, subjetividad o yo. Eso no es menor: ahí se detecta a mi parecer una bisagra importante de este libro: la irrenunciable articulación de una subjetividad que no teme vérselas con su propio derroche verbal que no es tal derroche, sino configuración de su sentido y su trama. Por otro lado, pienso que en Solsticios si bien, en apariencia, predomina el sonido ante el sentido, uno puede aguzar su percepción y darse cuenta que uno no va sin el otro, que la música verbal nos hace apreciar la irrenunciable necesidad de gozar de la poesía sin culpabilidad, sin mala conciencia. Goce, placer: eso celebro en Villagrán, algo que los poetas de menos de 30, me parece, han replegado a las anécdotas de alcoba o de atraque barrial con un trasfondo de anime japonés. Porque el goce y el placer, son instancias para nada económicas, siempre develan, señorío, generosidad y buen gusto. Nada de ese feísmo de herencia vanguardista que nos obliga a ver en el vómito una belleza medusea para la que prefiero a Baudelaire o a los surrealistas. Para nada, en Villagrán, ese goce es belleza: tanto para los sentidos, como belleza para la percepción, belleza que se consume y consuma en un gesto antieconómico de gratuidad lingüística que pocos se atreven a plantear como articulación de una poética que se trasluce libre y sin complejos de pleitesía para con una retórica de época, predecible en sus coordenadas. En eso no hay cálculo, no hay esperanza de retribución, solo otorgamiento.
Bien se ve que Villagrán ha leído a los españoles del Siglo de Oro, a los barrocos y a los latinoamericanos de la estirpe de Lezama, Rosamel, Rojas y el surrealismo de la imaginación y el verbo creador. Claramente a Bello entre los de mi promoción. ¿Pero importa eso realmente –a menos que quisiéramos escribir una ponencia para algún congresillo de pretensiones nacionales-insisto, importa indagar esas filiaciones? Creo que la poesía inventa su propia trama de reflexión, su propia configuración de sentido y se vuelca sobre sí misma de un modo que rehuye toda apoyatura que ponga en entredicho la gratuidad de su otorgamiento. Eso es distinto a ser inconsciente –y Villagrán no lo es, todo lo contrario: lucidez en el placer: rara combinación-, pues aquí no hace falta catálogo alguno, ni muleta teórica que cite a Foucault o Agamben para justificar lo que se justifica solo. El mar se demuestra, pero nadando, nos dice el viejo Rojas. Por ello ha sido un placer para mí, leer Solsticios sabiendo que no me ahogaré al surcar su mar, mar dibujado como pocos en esa página que ya se aparece más amarilla que límpidamente blanca.

Muchas gracias


                                                                               


[1] Texto leído en la presentación de Solsticios de D. Villagrán el 14 de octubre de 2010 en el pub, La Piedra Feliz. Texto reproducido, posteriormente en la revista electrónica La Cabina Invisible http://www.lacabinainvisible.wordpress.com/ , octubre de 2010.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

Anton Webern: ejercicio de severidad [1]

                                                                                     
                   El tiempo de Webern no llegará hasta dentro de cien
                   años; entonces la gente tocará su música tal como hoy
                   lee los poemas de Novalis y de Hölderlin.
                                                                                    Alban Berg


El tiempo es uno de los escenarios más importantes donde se desenvuelve el arte. Para la Poesía, arte de la palabra, su transcurrir es el despliegue de la multiplicidad de significados que adquiere en el proceso lector, proceso que implica evocar, memorizar, aludir y eludir. A pesar de querer constituirse en algunos ejercicios, sobretodo vanguardistas, como un arte simultáneo, es indudable que la palabra adquiere presencia sólo en el transcurrir que le aloja, permitiéndole ser sí misma. En la música ocurre algo similar, pero extremado al punto de constituir una categoría diferente de valoración: si el sonido es la materia prima con la cual la música elabora su misteriosa filigrana, el tiempo es en ella su certificado de existencia organizada. Por ello, si la música es despliegue del tiempo que transcurre, ¿de qué modo imaginar entonces una música que se consagre a esclarecer el instante como virtud suprema?
 La música de Anton Webern es la realidad que satisface ese afán más allá de toda expectativa posible. Al oírla se puede adivinar el laconismo expresionista que es propio y característico de los aforismos de Karl Kraus y de los versos de Georg Trakl y esto, no sólo por una coincidencia epocal que haría de todos ellos variaciones de un mismo tema –el de la finis Austriae que tan bien caracteriza La Viena de Wittgenstein de Allan Janik y Stephen Toulmin, por ejemplo-, sino porque en la música de Webern el instante se consagra como severa alteración de la continuidad temporal, siendo un quiebre de la sintaxis del discurso. Nuestros oídos, acostumbrados a una idea de linealidad, a un concepto de sucesión, encuentran que hacer de cada segundo un reflejo de la eternidad es un absurdo, una extraña paradoja, ¿no es acaso la música el arte del despliegue del sonido, el arte de la continuidad? Y justamente, porque estamos acostumbrados a comprender de esa manera tan pobre la infinita riqueza que posee la música, es que ante aquello que aparece súbitamente contrariando el sentido común, se le relega como incomprensible. Así, se nos olvida que como cualquier discurso artístico, la música es también un producto cultural y por ende, histórico, cosa que implica no tanto una idea de evolución (la música de Beethoven no supera a la de Mozart, ni ésta a la de Bach y mucho menos a la de Josquin Deprés o Palestrina, como la de Berio o Werner Henze a todas ellas) sino más bien una dialéctica entre la obra y la época, dialéctica de configuración sutil y misteriosa, de paradojas y nunca de mero juego de reflejos.
            Quizás se podría comprender la música de Webern como contracción del sonido hacia el instante, como repliegue adusto frente a la prosa del mundo. Pero para aceptar tal aseveración hay que recordar que la música siempre comenzaba en el silencio y concluía en él. Entre ambos límites, su despliegue era la concientización de sí misma que el auditor percibía como organización material del tiempo. Aquella organización que desde el canto gregoriano y la polifonía flamenca fue acrecentándose cada vez más con una complejidad inusitada, derivó hacia mediados del siglo XVIII en una elaboración de sumo equilibrio y que proponía una armonía entre las partes de alta claridad y efecto insospechado: la forma sonata. En su clásica organización de exposición, desarrollo, reexposición y coda, quedó establecida la mejor manera de administrar el escurridizo rostro del tiempo, abriéndose a partir de aquel instante, posibilidades únicas para el ulterior desarrollo de las formas musicales. En una síntesis salvaje, incluso podría decirse que la música desde el siglo XIX hasta que irrumpe la Segunda Escuela de Viena (Schönberg, Webern, Berg) es la historia de su disolución. Pero, asimismo, no hay que olvidar que aquella disolución va unida a su apogeo: es precisamente en el siglo XIX donde la forma sonata llevada a la orquesta como sinfonía adquiere un protagonismo sinigual con las obras de Beethoven, Schubert, Mendelsohn, Brahms, Bruckner y Mahler. La popularidad de las sinfonías de estos músicos, sólo puede ser entendida como analogía: era el desborde de las estructuras imaginativas de la percepción, era el afán de aunar la vida con una forma que fuese autónoma en sí misma, pero que reflejara indirectamente el despliegue cada vez más acendrado de la Modernidad, algo semejante a lo que novelistas como Balzac, Stendhal, Flaubert, Zola, Dickens, George Eliot, Tolstoi, Dostoievski y James llevaban acabo en el lenguaje al querer ver como “paralelos virtuales” de la sociedad decimonónica europea, a los sistemas de vida propugnados en sus respectivos universos literarios. En aquel sentido entonces, es posible entender el gigantismo sinfónico (ya sea en la instrumentación, ya sea en la duración de las obras) como un afán paulatinamente más intenso, complejo y sin eventuales rastros de salida, para intentar asir una idea o noción de totalidad, una especie de cosmos altamente organizado y donde el tiempo era asumido como un transcurrir que evocaba lo épico. Pero en el gesto de acentuar cada vez más una concepción de intensidad sonora que fuese un fresco de la vida (las alusiones pictóricas y arquitectónicas de proporciones monumentales en relación a grandes maestros del Renacimiento y el Barroco como Miguel Ángel, Leonardo y Bernini o a construcciones de la Edad Media como pueden ser las catedrales, no son escasas en los músicos de esta época, por más que varios de ellos no sean partidarios de la música de programa, como ejemplifican Brahms y Bruckner) anidaba una tensión que, llevada al máximo, resquebrajaba una estructura que, al concebirse a sí misma como genial equilibrio, literalmente sucumbió a tales requerimientos, cosa que se tradujo en su disolución en tanto esquema de variaciones y no precisamente como clarificación de temas específicos. Por ello la parte central de la sinfonía, el desarrollo –que en la sinfonía clásica era básicamente la transición entre la exposición y la reexposición de los temas principales de la obra musical- fue adquiriendo poco a poco una autonomía que derivó hacia una consagración de máxima importancia. Ello obligó, evidentemente, a una complejización de los temas que constituían la exposición, instancia que derivó hacia la ampliación de la misma y en donde la estructura binaria (primer tema-puente-segundo tema) fue de a poco reemplazada por tres y hasta cuatro temas, lo que llevó a una nivelación donde ya no se pudo distinguir el tema principal. Este engrandecimiento de la forma tuvo su consecuencia en una generosa orquestación y en una relativamente extensa duración de las obras. A finales del siglo XIX y principios del siglo XX este espíritu lo representan de modo magistral las sinfonías de Gustav Mahler quien en un cometario certero resume toda esta evolución: “la sinfonía debe ser un mundo, debe contenerlo todo”. En las palabras de Mahler es posible rastrear la sobrevivencia del ideal romántico que desea ver en la obra de arte un contrapunto representativo de la totalidad del universo: el microcosmos develando al macrocosmos, tal como Novalis había manifestado en Los discípulos en Saís. A su vez, en las palabras de Mahler es posible encontrar un eco de la “obra de arte total” wagneriana, instancia que evidencia el carácter épico de toda esta trama.

De aquella manera, es comprensible entender como reacción necesaria el surgimiento de Schönberg y su escuela: frente a la grandilocuencia retórica de la orquestación, la reducción instrumental con afanes expresivos; frente al carácter narrativo y descriptivo de las obras de Strauss y Mahler, la concentración interiorizada del concepto musical; frente a la tonalidad desbordante que hacía de la disonancia una manera de lograr efectos, un quiebre de la tonalidad convirtiendo la disonancia en centro y no en excepción; frente a la hipertrofia de la forma sonata, la decidida opción de abandonarla en busca de nuevas formas, entre ellas la variación. Ahora bien, cuando Schönberg y su escuela pregonaban la necesidad de tales transformaciones, éstas provenían de un profundo respeto por la tradición: todo espíritu renovador sólo puede originarse en una certera y omnipresente comprensión valorativa del gran arte del pasado. La música de Schönberg, pero también la de Berg y la de Webern nacen de esa comprensión: sin Brahms y sin Wagner son inentendibles. Por supuesto que no los repiten, sino que los sintetizan, los depuran y aglutinan en algo que es enteramente nuevo; pasión formal en su lógica constructiva, tanto la música de Schönberg como la de sus aventajados discípulos, es todo lo contrario a un concepto “inorgánico” con que se ha querido endosar a la noción de forma en el arte de vanguardia. Los músicos de la Segunda Escuela de Viena más bien intensifican los procedimientos compositivos implícitos en sus predecesores, logrando de aquel modo algo totalmente distinto y provocador: no niega su música en absoluto la gran tradición centroeuropea de raíz germánica; la hacen suya y por ende sus composiciones se sienten a su vez como legítimas descendientes de Bach y Beethoven. Todas estas innovaciones y reflexiones que Schönberg y sus discípulos llevaron a cabo, incluso antes de 1914, implicó no sólo un enfrentamiento con el ambiente musical de la época y el rechazo del público, sino que significó algo primordial: una actitud crítica respecto al material sonoro con el cual trabajaban y la ascética renuncia de lo monumental y espectacular en aras de la autenticidad expresiva, la exploración formal y una nueva evaluación del sentido de la música, indagando en torno a sus componentes básicos, entre ellos, ciertamente el silencio. 

Si en esta nueva manera de comprender la música, Schönberg fue el pionero, el que abrió caminos hasta ese instante inéditos, siendo severo maestro de escuela, Alban Berg y Anton Webern no se limitaron a ser discípulos sin personalidad que cumplían los preceptos instituidos por Schönberg, sino que cada uno de ellos llevó a cabo una exploración personalísima de los límites del lenguaje musical. En el caso de Webern podemos apreciar que esa exploración fue, en uno de sus puntos capitales, la consideración del silencio al interior del discurso y no como mero horizonte al cual el despliegue de la forma llevaba como destino. Sin desconocer aquello, Webern no atentó contra aquel principio básico, sino que invitó al silencio a participar más activamente en el transcurrir de la temporalidad hasta el punto de transformarlo radicalmente: dejó de ser pausa para convertirse en parte fundamental de su manera expresiva, cosa que permitió la máxima concentración del sonido. Si en la música tradicional la idea de melodía nos evoca la narración, lo épico, la música de Webern, gracias al silencio que, como cuña en los intersticios de la trama musical, quebrantaba y retrotraía su más íntima naturaleza a un vuelco ensimismado, puede ser analogada al discurso lírico. Por ello se puede entender la pasión de esta música por el instante, por darle rostro, forma y figura, pues en él radica la máxima concentración del tiempo, concentración que al desbordarse como sonido único, posee la apariencia de la fugacidad, pero que devela en su íntima manifestación, un fragmento de totalidad que retrotrae a la completud que ha quedado enmudecida. Es por aquel motivo que la música de Webern no es posible comprenderla como desarrollo, como evolución, como melodía. Lo que nos otorga es la desnudez opalina del sonido, desnudez que se contrae hacia sí misma y que permite, por ejemplo, a Theodor Adorno, compararla con la poesía de Georg Trakl. Esta última analogía es sugestiva, pues desea hacer hincapié en la fractura que tiene la poesía moderna entre su disposición expresiva y la articulación de su sintaxis. Así, nosotros añadiríamos la poesía de Paul Celan y de cierto Humberto Díaz–Casanueva (sobretodo el de Los penitenciales) como notables ejemplos de relación conflictiva que existe al interior del lenguaje al ser carcomido su edificio de significación por el quebrantamiento sintáctico que conlleva la asunción del silencio como mudez que zahiere los intersticios del sentido. Tanto para estas concepciones poéticas como para la música de Webern hay algo primordial: el abandono de la musicalidad entendida como armonía, concordancia y clarificación del significado, cosa que desemboca en evitar la repetición. En la poesía, ello implica poner en duda, por ejemplo, la idea de eufonía que descanse en principios retóricos de sucesión (el empleo de rimas o palabras o grupos de palabras reiteradas con afanes de hacer sentir al oído del lector, la magia del sonido que se condice con el ritmo) en aras de un discurso de sintaxis quebrantada y de apariencia ripiosa, pero que en última instancia, devela el desmoronamiento del poema como seguro refugio de reconciliación. En la música de Webern la máxima concentración que le es natural como consagración del instante, implica la necesidad de evitar la repetición, instancia que en la escuela de Schönberg es señal no sólo de la pericia técnica que busca encarnarse en el aforismo (tal como es posible comprenderlo en Karl Kraus o en otros escritores vinculados al expresionismo), sino que además es afán de pureza, de una estricta pureza que desdeña el adorno, el aparataje del efecto orquestal, lo pintoresco de los medios expresivos y eso, como objetivación de un certero ejercicio de severidad que rehuye la aparente concordancia reconciliatoria entre el oyente y el material auditivo, reconciliación que no se condice con la precariedad epocal que ha subsumido toda capacidad de emancipación espiritual y síquica en el detritus de la cosificación burguesa. Negándose como espectáculo y como pantomima de la autosatisfacción, a esta música le vendría con perfecta adecuación el calificativo de absoluta: ni ritmo de danza que evoca una concepción tardorromántica de lo “popular”, ni descripción programática de herencia lizstiana que ya Mahler denunció como falaz e impropia. Una música, a fin de cuentas, despojada en su pureza de alta concentración, como la fachada de un edificio diseñado por Adolf Loos.
                                                    

                                       Valparaíso/ verano-otoño 2005

 

     

 






[1] Ensayo publicado en la revista electrónica La cabina invisible www.lacabinainvisible.wordpress.com en julio de 2010.



Seis piezas para orquesta, Op 10