miércoles, 1 de diciembre de 2010

Anton Webern: ejercicio de severidad [1]

                                                                                     
                   El tiempo de Webern no llegará hasta dentro de cien
                   años; entonces la gente tocará su música tal como hoy
                   lee los poemas de Novalis y de Hölderlin.
                                                                                    Alban Berg


El tiempo es uno de los escenarios más importantes donde se desenvuelve el arte. Para la Poesía, arte de la palabra, su transcurrir es el despliegue de la multiplicidad de significados que adquiere en el proceso lector, proceso que implica evocar, memorizar, aludir y eludir. A pesar de querer constituirse en algunos ejercicios, sobretodo vanguardistas, como un arte simultáneo, es indudable que la palabra adquiere presencia sólo en el transcurrir que le aloja, permitiéndole ser sí misma. En la música ocurre algo similar, pero extremado al punto de constituir una categoría diferente de valoración: si el sonido es la materia prima con la cual la música elabora su misteriosa filigrana, el tiempo es en ella su certificado de existencia organizada. Por ello, si la música es despliegue del tiempo que transcurre, ¿de qué modo imaginar entonces una música que se consagre a esclarecer el instante como virtud suprema?
 La música de Anton Webern es la realidad que satisface ese afán más allá de toda expectativa posible. Al oírla se puede adivinar el laconismo expresionista que es propio y característico de los aforismos de Karl Kraus y de los versos de Georg Trakl y esto, no sólo por una coincidencia epocal que haría de todos ellos variaciones de un mismo tema –el de la finis Austriae que tan bien caracteriza La Viena de Wittgenstein de Allan Janik y Stephen Toulmin, por ejemplo-, sino porque en la música de Webern el instante se consagra como severa alteración de la continuidad temporal, siendo un quiebre de la sintaxis del discurso. Nuestros oídos, acostumbrados a una idea de linealidad, a un concepto de sucesión, encuentran que hacer de cada segundo un reflejo de la eternidad es un absurdo, una extraña paradoja, ¿no es acaso la música el arte del despliegue del sonido, el arte de la continuidad? Y justamente, porque estamos acostumbrados a comprender de esa manera tan pobre la infinita riqueza que posee la música, es que ante aquello que aparece súbitamente contrariando el sentido común, se le relega como incomprensible. Así, se nos olvida que como cualquier discurso artístico, la música es también un producto cultural y por ende, histórico, cosa que implica no tanto una idea de evolución (la música de Beethoven no supera a la de Mozart, ni ésta a la de Bach y mucho menos a la de Josquin Deprés o Palestrina, como la de Berio o Werner Henze a todas ellas) sino más bien una dialéctica entre la obra y la época, dialéctica de configuración sutil y misteriosa, de paradojas y nunca de mero juego de reflejos.
            Quizás se podría comprender la música de Webern como contracción del sonido hacia el instante, como repliegue adusto frente a la prosa del mundo. Pero para aceptar tal aseveración hay que recordar que la música siempre comenzaba en el silencio y concluía en él. Entre ambos límites, su despliegue era la concientización de sí misma que el auditor percibía como organización material del tiempo. Aquella organización que desde el canto gregoriano y la polifonía flamenca fue acrecentándose cada vez más con una complejidad inusitada, derivó hacia mediados del siglo XVIII en una elaboración de sumo equilibrio y que proponía una armonía entre las partes de alta claridad y efecto insospechado: la forma sonata. En su clásica organización de exposición, desarrollo, reexposición y coda, quedó establecida la mejor manera de administrar el escurridizo rostro del tiempo, abriéndose a partir de aquel instante, posibilidades únicas para el ulterior desarrollo de las formas musicales. En una síntesis salvaje, incluso podría decirse que la música desde el siglo XIX hasta que irrumpe la Segunda Escuela de Viena (Schönberg, Webern, Berg) es la historia de su disolución. Pero, asimismo, no hay que olvidar que aquella disolución va unida a su apogeo: es precisamente en el siglo XIX donde la forma sonata llevada a la orquesta como sinfonía adquiere un protagonismo sinigual con las obras de Beethoven, Schubert, Mendelsohn, Brahms, Bruckner y Mahler. La popularidad de las sinfonías de estos músicos, sólo puede ser entendida como analogía: era el desborde de las estructuras imaginativas de la percepción, era el afán de aunar la vida con una forma que fuese autónoma en sí misma, pero que reflejara indirectamente el despliegue cada vez más acendrado de la Modernidad, algo semejante a lo que novelistas como Balzac, Stendhal, Flaubert, Zola, Dickens, George Eliot, Tolstoi, Dostoievski y James llevaban acabo en el lenguaje al querer ver como “paralelos virtuales” de la sociedad decimonónica europea, a los sistemas de vida propugnados en sus respectivos universos literarios. En aquel sentido entonces, es posible entender el gigantismo sinfónico (ya sea en la instrumentación, ya sea en la duración de las obras) como un afán paulatinamente más intenso, complejo y sin eventuales rastros de salida, para intentar asir una idea o noción de totalidad, una especie de cosmos altamente organizado y donde el tiempo era asumido como un transcurrir que evocaba lo épico. Pero en el gesto de acentuar cada vez más una concepción de intensidad sonora que fuese un fresco de la vida (las alusiones pictóricas y arquitectónicas de proporciones monumentales en relación a grandes maestros del Renacimiento y el Barroco como Miguel Ángel, Leonardo y Bernini o a construcciones de la Edad Media como pueden ser las catedrales, no son escasas en los músicos de esta época, por más que varios de ellos no sean partidarios de la música de programa, como ejemplifican Brahms y Bruckner) anidaba una tensión que, llevada al máximo, resquebrajaba una estructura que, al concebirse a sí misma como genial equilibrio, literalmente sucumbió a tales requerimientos, cosa que se tradujo en su disolución en tanto esquema de variaciones y no precisamente como clarificación de temas específicos. Por ello la parte central de la sinfonía, el desarrollo –que en la sinfonía clásica era básicamente la transición entre la exposición y la reexposición de los temas principales de la obra musical- fue adquiriendo poco a poco una autonomía que derivó hacia una consagración de máxima importancia. Ello obligó, evidentemente, a una complejización de los temas que constituían la exposición, instancia que derivó hacia la ampliación de la misma y en donde la estructura binaria (primer tema-puente-segundo tema) fue de a poco reemplazada por tres y hasta cuatro temas, lo que llevó a una nivelación donde ya no se pudo distinguir el tema principal. Este engrandecimiento de la forma tuvo su consecuencia en una generosa orquestación y en una relativamente extensa duración de las obras. A finales del siglo XIX y principios del siglo XX este espíritu lo representan de modo magistral las sinfonías de Gustav Mahler quien en un cometario certero resume toda esta evolución: “la sinfonía debe ser un mundo, debe contenerlo todo”. En las palabras de Mahler es posible rastrear la sobrevivencia del ideal romántico que desea ver en la obra de arte un contrapunto representativo de la totalidad del universo: el microcosmos develando al macrocosmos, tal como Novalis había manifestado en Los discípulos en Saís. A su vez, en las palabras de Mahler es posible encontrar un eco de la “obra de arte total” wagneriana, instancia que evidencia el carácter épico de toda esta trama.

De aquella manera, es comprensible entender como reacción necesaria el surgimiento de Schönberg y su escuela: frente a la grandilocuencia retórica de la orquestación, la reducción instrumental con afanes expresivos; frente al carácter narrativo y descriptivo de las obras de Strauss y Mahler, la concentración interiorizada del concepto musical; frente a la tonalidad desbordante que hacía de la disonancia una manera de lograr efectos, un quiebre de la tonalidad convirtiendo la disonancia en centro y no en excepción; frente a la hipertrofia de la forma sonata, la decidida opción de abandonarla en busca de nuevas formas, entre ellas la variación. Ahora bien, cuando Schönberg y su escuela pregonaban la necesidad de tales transformaciones, éstas provenían de un profundo respeto por la tradición: todo espíritu renovador sólo puede originarse en una certera y omnipresente comprensión valorativa del gran arte del pasado. La música de Schönberg, pero también la de Berg y la de Webern nacen de esa comprensión: sin Brahms y sin Wagner son inentendibles. Por supuesto que no los repiten, sino que los sintetizan, los depuran y aglutinan en algo que es enteramente nuevo; pasión formal en su lógica constructiva, tanto la música de Schönberg como la de sus aventajados discípulos, es todo lo contrario a un concepto “inorgánico” con que se ha querido endosar a la noción de forma en el arte de vanguardia. Los músicos de la Segunda Escuela de Viena más bien intensifican los procedimientos compositivos implícitos en sus predecesores, logrando de aquel modo algo totalmente distinto y provocador: no niega su música en absoluto la gran tradición centroeuropea de raíz germánica; la hacen suya y por ende sus composiciones se sienten a su vez como legítimas descendientes de Bach y Beethoven. Todas estas innovaciones y reflexiones que Schönberg y sus discípulos llevaron a cabo, incluso antes de 1914, implicó no sólo un enfrentamiento con el ambiente musical de la época y el rechazo del público, sino que significó algo primordial: una actitud crítica respecto al material sonoro con el cual trabajaban y la ascética renuncia de lo monumental y espectacular en aras de la autenticidad expresiva, la exploración formal y una nueva evaluación del sentido de la música, indagando en torno a sus componentes básicos, entre ellos, ciertamente el silencio. 

Si en esta nueva manera de comprender la música, Schönberg fue el pionero, el que abrió caminos hasta ese instante inéditos, siendo severo maestro de escuela, Alban Berg y Anton Webern no se limitaron a ser discípulos sin personalidad que cumplían los preceptos instituidos por Schönberg, sino que cada uno de ellos llevó a cabo una exploración personalísima de los límites del lenguaje musical. En el caso de Webern podemos apreciar que esa exploración fue, en uno de sus puntos capitales, la consideración del silencio al interior del discurso y no como mero horizonte al cual el despliegue de la forma llevaba como destino. Sin desconocer aquello, Webern no atentó contra aquel principio básico, sino que invitó al silencio a participar más activamente en el transcurrir de la temporalidad hasta el punto de transformarlo radicalmente: dejó de ser pausa para convertirse en parte fundamental de su manera expresiva, cosa que permitió la máxima concentración del sonido. Si en la música tradicional la idea de melodía nos evoca la narración, lo épico, la música de Webern, gracias al silencio que, como cuña en los intersticios de la trama musical, quebrantaba y retrotraía su más íntima naturaleza a un vuelco ensimismado, puede ser analogada al discurso lírico. Por ello se puede entender la pasión de esta música por el instante, por darle rostro, forma y figura, pues en él radica la máxima concentración del tiempo, concentración que al desbordarse como sonido único, posee la apariencia de la fugacidad, pero que devela en su íntima manifestación, un fragmento de totalidad que retrotrae a la completud que ha quedado enmudecida. Es por aquel motivo que la música de Webern no es posible comprenderla como desarrollo, como evolución, como melodía. Lo que nos otorga es la desnudez opalina del sonido, desnudez que se contrae hacia sí misma y que permite, por ejemplo, a Theodor Adorno, compararla con la poesía de Georg Trakl. Esta última analogía es sugestiva, pues desea hacer hincapié en la fractura que tiene la poesía moderna entre su disposición expresiva y la articulación de su sintaxis. Así, nosotros añadiríamos la poesía de Paul Celan y de cierto Humberto Díaz–Casanueva (sobretodo el de Los penitenciales) como notables ejemplos de relación conflictiva que existe al interior del lenguaje al ser carcomido su edificio de significación por el quebrantamiento sintáctico que conlleva la asunción del silencio como mudez que zahiere los intersticios del sentido. Tanto para estas concepciones poéticas como para la música de Webern hay algo primordial: el abandono de la musicalidad entendida como armonía, concordancia y clarificación del significado, cosa que desemboca en evitar la repetición. En la poesía, ello implica poner en duda, por ejemplo, la idea de eufonía que descanse en principios retóricos de sucesión (el empleo de rimas o palabras o grupos de palabras reiteradas con afanes de hacer sentir al oído del lector, la magia del sonido que se condice con el ritmo) en aras de un discurso de sintaxis quebrantada y de apariencia ripiosa, pero que en última instancia, devela el desmoronamiento del poema como seguro refugio de reconciliación. En la música de Webern la máxima concentración que le es natural como consagración del instante, implica la necesidad de evitar la repetición, instancia que en la escuela de Schönberg es señal no sólo de la pericia técnica que busca encarnarse en el aforismo (tal como es posible comprenderlo en Karl Kraus o en otros escritores vinculados al expresionismo), sino que además es afán de pureza, de una estricta pureza que desdeña el adorno, el aparataje del efecto orquestal, lo pintoresco de los medios expresivos y eso, como objetivación de un certero ejercicio de severidad que rehuye la aparente concordancia reconciliatoria entre el oyente y el material auditivo, reconciliación que no se condice con la precariedad epocal que ha subsumido toda capacidad de emancipación espiritual y síquica en el detritus de la cosificación burguesa. Negándose como espectáculo y como pantomima de la autosatisfacción, a esta música le vendría con perfecta adecuación el calificativo de absoluta: ni ritmo de danza que evoca una concepción tardorromántica de lo “popular”, ni descripción programática de herencia lizstiana que ya Mahler denunció como falaz e impropia. Una música, a fin de cuentas, despojada en su pureza de alta concentración, como la fachada de un edificio diseñado por Adolf Loos.
                                                    

                                       Valparaíso/ verano-otoño 2005

 

     

 






[1] Ensayo publicado en la revista electrónica La cabina invisible www.lacabinainvisible.wordpress.com en julio de 2010.



Seis piezas para orquesta, Op 10

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