El tiempo de Webern no llegará hasta dentro de cien
años; entonces la gente tocará su música tal como hoy
lee los poemas de Novalis y de Hölderlin.
Alban Berg
El tiempo es uno de los escenarios más importantes donde se desenvuelve el arte. Para La música de Anton Webern es la realidad que satisface ese afán más allá de toda expectativa posible. Al oírla se puede adivinar el laconismo expresionista que es propio y característico de los aforismos de Karl Kraus y de los versos de Georg Trakl y esto, no sólo por una coincidencia epocal que haría de todos ellos variaciones de un mismo tema –el de la finis Austriae que tan bien caracteriza La Viena de Wittgenstein de Allan Janik y Stephen Toulmin, por ejemplo-, sino porque en la música de Webern el instante se consagra como severa alteración de la continuidad temporal, siendo un quiebre de la sintaxis del discurso. Nuestros oídos, acostumbrados a una idea de linealidad, a un concepto de sucesión, encuentran que hacer de cada segundo un reflejo de la eternidad es un absurdo, una extraña paradoja, ¿no es acaso la música el arte del despliegue del sonido, el arte de la continuidad? Y justamente, porque estamos acostumbrados a comprender de esa manera tan pobre la infinita riqueza que posee la música, es que ante aquello que aparece súbitamente contrariando el sentido común, se le relega como incomprensible. Así, se nos olvida que como cualquier discurso artístico, la música es también un producto cultural y por ende, histórico, cosa que implica no tanto una idea de evolución (la música de Beethoven no supera a la de Mozart, ni ésta a la de Bach y mucho menos a la de Josquin Deprés o Palestrina, como la de Berio o Werner Henze a todas ellas) sino más bien una dialéctica entre la obra y la época, dialéctica de configuración sutil y misteriosa, de paradojas y nunca de mero juego de reflejos.
Quizás se podría comprender la música de Webern como contracción del sonido hacia el instante, como repliegue adusto frente a la prosa del mundo. Pero para aceptar tal aseveración hay que recordar que la música siempre comenzaba en el silencio y concluía en él. Entre ambos límites, su despliegue era la concientización de sí misma que el auditor percibía como organización material del tiempo. Aquella organización que desde el canto gregoriano y la polifonía flamenca fue acrecentándose cada vez más con una complejidad inusitada, derivó hacia mediados del siglo XVIII en una elaboración de sumo equilibrio y que proponía una armonía entre las partes de alta claridad y efecto insospechado: la forma sonata. En su clásica organización de exposición, desarrollo, reexposición y coda, quedó establecida la mejor manera de administrar el escurridizo rostro del tiempo, abriéndose a partir de aquel instante, posibilidades únicas para el ulterior desarrollo de las formas musicales. En una síntesis salvaje, incluso podría decirse que la música desde el siglo XIX hasta que irrumpe
De aquella manera, es comprensible entender como reacción necesaria el surgimiento de Schönberg y su escuela: frente a la grandilocuencia retórica de la orquestación, la reducción instrumental con afanes expresivos; frente al carácter narrativo y descriptivo de las obras de Strauss y Mahler, la concentración interiorizada del concepto musical; frente a la tonalidad desbordante que hacía de la disonancia una manera de lograr efectos, un quiebre de la tonalidad convirtiendo la disonancia en centro y no en excepción; frente a la hipertrofia de la forma sonata, la decidida opción de abandonarla en busca de nuevas formas, entre ellas la variación. Ahora bien, cuando Schönberg y su escuela pregonaban la necesidad de tales transformaciones, éstas provenían de un profundo respeto por la tradición: todo espíritu renovador sólo puede originarse en una certera y omnipresente comprensión valorativa del gran arte del pasado. La música de Schönberg, pero también la de Berg y la de Webern nacen de esa comprensión: sin Brahms y sin Wagner son inentendibles. Por supuesto que no los repiten, sino que los sintetizan, los depuran y aglutinan en algo que es enteramente nuevo; pasión formal en su lógica constructiva, tanto la música de Schönberg como la de sus aventajados discípulos, es todo lo contrario a un concepto “inorgánico” con que se ha querido endosar a la noción de forma en el arte de vanguardia. Los músicos de
Si en esta nueva manera de comprender la música, Schönberg fue el pionero, el que abrió caminos hasta ese instante inéditos, siendo severo maestro de escuela, Alban Berg y Anton Webern no se limitaron a ser discípulos sin personalidad que cumplían los preceptos instituidos por Schönberg, sino que cada uno de ellos llevó a cabo una exploración personalísima de los límites del lenguaje musical. En el caso de Webern podemos apreciar que esa exploración fue, en uno de sus puntos capitales, la consideración del silencio al interior del discurso y no como mero horizonte al cual el despliegue de la forma llevaba como destino. Sin desconocer aquello, Webern no atentó contra aquel principio básico, sino que invitó al silencio a participar más activamente en el transcurrir de la temporalidad hasta el punto de transformarlo radicalmente: dejó de ser pausa para convertirse en parte fundamental de su manera expresiva, cosa que permitió la máxima concentración del sonido. Si en la música tradicional la idea de melodía nos evoca la narración, lo épico, la música de Webern, gracias al silencio que, como cuña en los intersticios de la trama musical, quebrantaba y retrotraía su más íntima naturaleza a un vuelco ensimismado, puede ser analogada al discurso lírico. Por ello se puede entender la pasión de esta música por el instante, por darle rostro, forma y figura, pues en él radica la máxima concentración del tiempo, concentración que al desbordarse como sonido único, posee la apariencia de la fugacidad, pero que devela en su íntima manifestación, un fragmento de totalidad que retrotrae a la completud que ha quedado enmudecida. Es por aquel motivo que la música de Webern no es posible comprenderla como desarrollo, como evolución, como melodía. Lo que nos otorga es la desnudez opalina del sonido, desnudez que se contrae hacia sí misma y que permite, por ejemplo, a Theodor Adorno, compararla con la poesía de Georg Trakl. Esta última analogía es sugestiva, pues desea hacer hincapié en la fractura que tiene la poesía moderna entre su disposición expresiva y la articulación de su sintaxis. Así, nosotros añadiríamos la poesía de Paul Celan y de cierto Humberto Díaz–Casanueva (sobretodo el de Los penitenciales) como notables ejemplos de relación conflictiva que existe al interior del lenguaje al ser carcomido su edificio de significación por el quebrantamiento sintáctico que conlleva la asunción del silencio como mudez que zahiere los intersticios del sentido. Tanto para estas concepciones poéticas como para la música de Webern hay algo primordial: el abandono de la musicalidad entendida como armonía, concordancia y clarificación del significado, cosa que desemboca en evitar la repetición. En la poesía, ello implica poner en duda, por ejemplo, la idea de eufonía que descanse en principios retóricos de sucesión (el empleo de rimas o palabras o grupos de palabras reiteradas con afanes de hacer sentir al oído del lector, la magia del sonido que se condice con el ritmo) en aras de un discurso de sintaxis quebrantada y de apariencia ripiosa, pero que en última instancia, devela el desmoronamiento del poema como seguro refugio de reconciliación. En la música de Webern la máxima concentración que le es natural como consagración del instante, implica la necesidad de evitar la repetición, instancia que en la escuela de Schönberg es señal no sólo de la pericia técnica que busca encarnarse en el aforismo (tal como es posible comprenderlo en Karl Kraus o en otros escritores vinculados al expresionismo), sino que además es afán de pureza, de una estricta pureza que desdeña el adorno, el aparataje del efecto orquestal, lo pintoresco de los medios expresivos y eso, como objetivación de un certero ejercicio de severidad que rehuye la aparente concordancia reconciliatoria entre el oyente y el material auditivo, reconciliación que no se condice con la precariedad epocal que ha subsumido toda capacidad de emancipación espiritual y síquica en el detritus de la cosificación burguesa. Negándose como espectáculo y como pantomima de la autosatisfacción, a esta música le vendría con perfecta adecuación el calificativo de absoluta: ni ritmo de danza que evoca una concepción tardorromántica de lo “popular”, ni descripción programática de herencia lizstiana que ya Mahler denunció como falaz e impropia. Una música, a fin de cuentas, despojada en su pureza de alta concentración, como la fachada de un edificio diseñado por Adolf Loos.[1] Ensayo publicado en la revista electrónica La cabina invisible www.lacabinainvisible.wordpress.com en julio de 2010.
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