domingo, 5 de diciembre de 2010

Acerca de Solsticios de David Villagrán [1]


Desde que renuncié por evidencia de la edad y los avatares de la vida a considerarme “poeta joven” –aunque hay quien afirma que Sergio Muñoz, Eduardo Jeria y Rodrigo Arroyo, nacimos viejos-, asumí, medianamente consciente, una especie de distancia respecto a la lectura de esa avalancha de nombres, libros y gestos que nuestra sociabilidad literaria y el micromercado editorial que la alimenta, rotula como “jóvenes”. Y es que la proporción geométrica de eventuales actores que aparecen en una escena difusa es mareante y sideral, avasalladora y apelando siempre a una preeminencia mediática de sospechosos pergaminos. Para cualquier cristiano -o lector común: aunque no sé si exista semejante animal, hoy por hoy- en este instante, estar “informado” de  lo que acontece en la poesía chilena que escriben los autores de menos de 30, es querer hacer un esfuerzo entre etnográfico y darwiniano: se echa de menos, no un crítico que desmantele tanto mito con una palabra racional y de buen sentido, poseedor de un sano autoritarismo como pedía Eliot en Tradición y talento individual –cosa a la que no me opongo para nada, aunque creo que en este país eso sería más difícil que el advenimiento benjaminiano del Mesías- , sino más modestamente a veces noto que hace falta una especie de Claudio Gay o Ignacio Domeyko que ayude a orientar al lector desprevenido acerca de tanta familia, grupo, etnia, tribu o raza que pulula entre provincia y ese Santiago, capital de no sé qué como bien dice el viejo Rojas y que nos muestran una diversidad que impacta a la vista y los sentidos.

Cuando los editores de Marea Baja me pidieron unas palabras para presentar Solsticios de David Villagrán acá en Valparaíso, sin conocer al autor y movido por una curiosidad que removió mi macilente pereza de viernes en la noche, me di cuenta o caí en la cuenta de lo que declaro en las líneas anteriores: ¿es posible intentar inscribir en un mapa de lectura una obra primera que no primeriza en uso lingüístico y verbal, y ser justo con ella? Yo, que prefiero leer a los poetas de antes del 50 donde me hallo en casa y feliz, ser invitado a leer por instancia generosa de Juan Santander y Rodrigo Arroyo, este libro, ha sido una experiencia de la que no me arrepiento. En Villagrán –y otros ya lo han señalado mejor que yo- hay un apasionamiento por el lenguaje, un regusto por la verbalidad que no teme exponerse a los límites de lo cursi, de lo enrevesado y de lo malamente calificado como culterano. En eso, veo yo un riesgo –palabra fetiche que forma parte del repertorio bien pensante del magro círculo crítico- riesgo, digo, en una sociedad poética joven como la nuestra con una idolatría por la anorexia verbal –la pretensión de ser objetivistas marca pauta en varios/as- y que revela pienso yo, una pasión por el gimnasio de la retórica de lo mínimo que al parecer pretende darnos en una bandeja de madera, a esa realidad siempre escabullible, sin mediación, sin conflicto –que no significa que trate temas conflictivos- con una celeridad muy de Spa santiaguino. Afortunadamente, educado y perteneciente a los 90 –-  el raquitismo si bien despierta mis simpatías, no es beneficioso para mi salud al menos.
Todo esto para ver en Villagrán, una generosidad y un lujo verbal como pocos. Y poco sería si agregara a ello, una manejo formal del verso –qué difícil es el verso blanco entre nosotros- que me parece envidiable, como asimismo una sana y bien tejida trama de alusiones a la literatura clásica con guiños para esos escasos lectores que espero superen la magra estadística de los estudiantes de literatura. En esto Villagrán no se tienta con una eventual épica, cosa que le sienta mucho mejor a Marcelo Guajardo Thomas, sino más bien busca y detecta esos instantes de cristalización lírica que implican una referencia permanente a ese adentro que llamamos conciencia, subjetividad o yo. Eso no es menor: ahí se detecta a mi parecer una bisagra importante de este libro: la irrenunciable articulación de una subjetividad que no teme vérselas con su propio derroche verbal que no es tal derroche, sino configuración de su sentido y su trama. Por otro lado, pienso que en Solsticios si bien, en apariencia, predomina el sonido ante el sentido, uno puede aguzar su percepción y darse cuenta que uno no va sin el otro, que la música verbal nos hace apreciar la irrenunciable necesidad de gozar de la poesía sin culpabilidad, sin mala conciencia. Goce, placer: eso celebro en Villagrán, algo que los poetas de menos de 30, me parece, han replegado a las anécdotas de alcoba o de atraque barrial con un trasfondo de anime japonés. Porque el goce y el placer, son instancias para nada económicas, siempre develan, señorío, generosidad y buen gusto. Nada de ese feísmo de herencia vanguardista que nos obliga a ver en el vómito una belleza medusea para la que prefiero a Baudelaire o a los surrealistas. Para nada, en Villagrán, ese goce es belleza: tanto para los sentidos, como belleza para la percepción, belleza que se consume y consuma en un gesto antieconómico de gratuidad lingüística que pocos se atreven a plantear como articulación de una poética que se trasluce libre y sin complejos de pleitesía para con una retórica de época, predecible en sus coordenadas. En eso no hay cálculo, no hay esperanza de retribución, solo otorgamiento.
Bien se ve que Villagrán ha leído a los españoles del Siglo de Oro, a los barrocos y a los latinoamericanos de la estirpe de Lezama, Rosamel, Rojas y el surrealismo de la imaginación y el verbo creador. Claramente a Bello entre los de mi promoción. ¿Pero importa eso realmente –a menos que quisiéramos escribir una ponencia para algún congresillo de pretensiones nacionales-insisto, importa indagar esas filiaciones? Creo que la poesía inventa su propia trama de reflexión, su propia configuración de sentido y se vuelca sobre sí misma de un modo que rehuye toda apoyatura que ponga en entredicho la gratuidad de su otorgamiento. Eso es distinto a ser inconsciente –y Villagrán no lo es, todo lo contrario: lucidez en el placer: rara combinación-, pues aquí no hace falta catálogo alguno, ni muleta teórica que cite a Foucault o Agamben para justificar lo que se justifica solo. El mar se demuestra, pero nadando, nos dice el viejo Rojas. Por ello ha sido un placer para mí, leer Solsticios sabiendo que no me ahogaré al surcar su mar, mar dibujado como pocos en esa página que ya se aparece más amarilla que límpidamente blanca.

Muchas gracias


                                                                               


[1] Texto leído en la presentación de Solsticios de D. Villagrán el 14 de octubre de 2010 en el pub, La Piedra Feliz. Texto reproducido, posteriormente en la revista electrónica La Cabina Invisible http://www.lacabinainvisible.wordpress.com/ , octubre de 2010.

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