En la bibliografia personal -en la mia al menos- el acercamiento a Eliot, Rilke y Shakespeare siempre estuvo mediado por las traducciones de Jose Maria Valverde. Pero Valverde era mas que un traductor, era un conocedor cabal de lo que es el lenguaje ya como ensayista y sobre todo como poeta. Hoy por hoy, me imagino que pocos pueden apreciar la intensidad de sus versos y la sutil ironia de su prosa: gustos alejados de esta epoca agrafa. Sin mas preambulo, aca va este ensayo que se remonta a casi cinco años, breve homenaje a un escritor como pocos.
En febrero de 2006, José María Valverde habría cumplido 80 años. Sin embargo, estas líneas no son para evocar una celebración, sino un recuerdo: al morir el mismo año que el poeta Jorge Teillier (1996) podemos vislumbrar que la muerte vincula a los escritores y poetas más diversos (y distantes) en la secreta, pero explícita relación que significa habitar un mismo lenguaje. El caso de Teillier en el transcurso de estos meses ha sido, tal vez, más la ceremonia familiar que evoca a un hermano que ha partido de viaje en un antiguo y mohoso tren sin pasaje de vuelta, que la seriedad del homenaje oficial que cristaliza monumentalmente a quien ha tenido el destino de fallecer convertido en ícono cultural, pero que rehuye felizmente cualquier aprehensión.
El caso de José María Valverde es algo bastante distinto: su nombre, ajeno a los listados más recurrentes que desde este rincón del mundo se han pretendido elaborar administrativamente sobre la poesía española de mayor “actualidad”, es posible que sólo para el lector más enterado tenga un significado relevante. Y ese significado, carente de atractiva inmediatez, muestra varios puntos sobre los que tendríamos que detenernos si queremos comprender el entrecortado diálogo que a ambos lados del Atlántico mantiene la poesía escrita en estos plazos.
Lo primero que llama la atención de Valverde es su fantástica soltura para abordar los más variados géneros y modos de entender el ejercicio literario: la poesía, el ensayo, la traducción, el tratado de divulgación cultural, los discursos y la conferencia, pero al parecer, haciendo centro de aquel ejercicio -como indica el testimonio de Rafael Argullol- a la conversación amena y equilibrada; ni dominante, ni despóticamente erudita, sino más bien, llena de silencios estratégicos que hacía vislumbrar en su interlocutor, un dejo de ironía matizada como autoironía, pero vuelta a su vez enigmático testimonio de esa densidad que acerca de lo inefable expresa toda charla inteligente.
Esto último nos lleva a una segunda consideración: la importancia de la oralidad en Valverde. Si esta palabra no estuviese transformada entre nosotros en moneda de fácil intercambio y, por ende, devaluada como perezoso comodín para legitimar más de una carencia retórica al instante de escribir un poema, entenderíamos que Valverde pareciera abordarla del modo más inesperado. Ciertamente como inmejorable traductor de Eliot, amigo por largos años de Ernesto Cardenal y consciente lector de la Mistral y de Vallejo, Valverde sabía de la ingerencia que representa en la discursividad poética del siglo XX, la oralidad como un recurso necesario a la hora de articular una escritura que no cayese en la grandilocuencia verbal y, por tanto, permitiera su propia acomodación identitaria en el contexto de la poesía española posterior a la guerra civil, más precisamente en la poesía escrita en España en las décadas del 40 y del 50. Sin embargo, la oralidad como recurso no es el único modo en que Valverde agota el concepto ni mucho menos. Habría que comprenderlo en algo que para él desde el principio de su vida poética e intelectual fue no sólo importante, sino imperioso: una aguda conciencia lingüística que trasunta una aceptación de fe. Más allá de entender o no su cristianismo católico (que de ninguna manera habría que verlo como un anquilosamiento conservador ya que Valverde se identificó desde los 60 y hasta el final de su vida con un pensamiento progresista, entablando en lo ideológico, una fuerte vinculación con la llamada teología de la liberación y en lo político, cosechando lazos con el PCC – Partit Comunista de Catalunya- del que incluso fue candidato a las elecciones generales de 1993), esa fe es el intento de aprehender de la más diversa forma el espíritu, el Pneuma y que Valverde como buen conocedor del Evangelio de San Juan, identifica en tanto Palabra y que revierte su sentido como Lenguaje. Y no es que un poeta y traductor de su talla sintiera la seguridad de establecer un contacto sin fisuras con la legibilidad que, a mayor abundamiento, entenderíamos como sentido. Para nada. Se trata de apreciar otra cosa: que en todo su ejercicio literario ya como traductor, ensayista y poeta, Valverde trasunta esa misma característica que vuelve casi trágica la demanda del significado, es decir, la presencia contradictoria del silencio en esas “conversaciones superiores” que llamamos poema, ensayo o traducción. Sin embargo, en la productividad de Valverde, ese silencio no es impuesto por él, como en otras instancias revelaría la cordialidad del diálogo. En absoluto. Es como si cada palabra escrita por este autor tuviese como “bajo ostinato” de todo su despliegue, la amenaza o, mejor dicho, la presencia permanente del silencio, como si estuviese en manos de un Dios de amor, pero infinitamente irónico en su misterio, la verdad última que, al lenguaje concreto, se le escapa o no logra asir en la experiencia.
De ahí tal vez, en tercer término, el interés primordial por cierta “teoría del lenguaje” que, desde su juventud, Valverde estudió, tradujo y parafraseó de tal manera, hasta constituir parte viva de su pensamiento: San Agustín, Pascal, Herder, Humboldt, Kierkegaard, Nietzsche, Wittgenstein y Heidegger. Todos ellos constituyeron su espacio de referencias que no explicaban, sino más bien, evidenciaban esa opaca trama que por comodidad designamos con el nombre de lenguaje. Y, por lo mismo, entendemos su pasión por esos poetas primordiales que establecen una red inigualable de significado que bordea la frontera de lo decible a la hora de mostrársenos como “valverdianamente” necesarios: Hölderlin, Machado, Novalis, Rilke, Vallejo. Por contraposición –y esto habla sin mayor explicación del talante moral de nuestro autor- Valverde también se dio a traducir aquellos poetas que encontraba interesantes, pero que le inspiraban nula simpatía: Goethe y Shakespeare, es decir, aquellos que veían la experiencia humana entendible sólo como una totalidad lingüística inmanente, clausurando cualquier posibilidad allende el lenguaje. En esa contradicción –a todas luces irónicamente “valverdiana”- radica lo mejor de la apuesta de este autor a la hora de referirse a él y que de todos modos encarna en una actitud que lo devela por entero: la de saber callar como poeta. Efectivamente: José María Valverde entró a la liza literaria española muy joven; su primer libro se publicó cuando poseía escasos 19 años y fue un éxito rotundo. Vicente Aleixandre, Dámaso Alonso, Luis Felipe Vivanco y otros, lo celebraron con entusiasmo. Pero a partir de ahí hasta 1976, la obra poética de Valverde fue cada vez más menguada, no por escasez imaginativa, sino por el serio compromiso de ser receptivo a lo que debe ser dicho.
En nuestra pequeña e idiosincrática sociabilidad literaria, es más que probable que se identifique a Valverde como traductor, tal vez como eventual ensayista, de seguro que de ignorado poeta. Sin embargo, ver más allá de nuestra nariz o superar nuestro encandilamiento con tantas palabras vacuas (gerede) que solicitan la atención, no nos debe hacer olvidar que hay batallas secretas en las que se juega no sólo nuestra capacidad expresiva, sino también la idea que articulamos de nosotros mismos. Como Jacob, en esa batalla contra el ángel del lenguaje, Valverde supo que no debía continuar a pesar de quererlo: una de las mejores formas de ser fiel para quien comprende que el afán de entender al lenguaje no siempre significa aprehenderlo como totalidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario