domingo, 6 de febrero de 2011

La música como resistencia




Este ensayo lo publiqué en la revista electrónica La cabina invisible en abril/mayo del año recién pasado. Escrito hace cerca de cinco años, es una mera aproximación a la densa reflexión de Theodor Adorno, un pensador que, junto a Walter Benjamin, creo que siempre debe ser leído contracorriente, sobre todo en una época como la nuestra, muy bien dispuesta a administrar todo aquello que se le vuelve en contra. En lo particular, creo que a Adorno hay que considerarlo antes que nada un músico y leerlo desde ahí. Y después de leerlo, oír a Mahler, Berg y Schönberg. ¿O sería mejor al revés? En todo caso, mediada por la música, su lectura no es un quebradero de cabeza. Aunque suene irónico -y no lo es para nada- quien no tenga instinto musical y un oído bien entrenado, mejor que renuncie a desear entenderlo. Sino, tendremos otro lamentable caso de un filósofo que pocos captan, muchos citan y varios parafrasean sin siquiera saber qué diablos está diciendo.


Más que una glosa, menos que un estudio, las líneas que siguen desean centrarse como comentario al artículo El compositor dialéctico (1934) de Theodor Adorno [1]. Pero el comentario, si quiere desplegarse como posibilidad dialógica que supere su propio límite, debe entrar en contacto con la Filosofía de la nueva música (1949)[2] y establecer así su referencialidad desde una perspectiva mucho más amplia.
Dicha referencialidad no es para nada un asunto de menor interés, porque si bien la Filosofía establece una culminación reflexiva en Adorno respecto a los trabajos monográficos más importantes que efectúa en la década de los sesenta (las monografías sobre Gustav Mahler y Alban Berg) también es preciso indicar la prefiguración que el artículo de 1934 realiza de una serie de temas que la Filosofíaenfatiza, atravesada ya la experiencia de la Segunda Guerra Mundial.
Asimismo es necesario considerar dos datos que a veces escapan a primera vista en la lectura, pero que son datos imprescindibles si se quiere dar cuenta cabalmente de la referencialidad antes aludida.
El primero tiene que ver con las fechas: El compositor dialéctico es de 1934 y Filosofía de la nueva música fue escrita entre 1940-48 y publicada en 1949. El primer año nos evoca inmediatamente 1933 y la subida al poder en Alemania de Adolf Hitler; el segundo nos sitúa durante y después de la catástrofe de la guerra y permite emparentar aquel texto con la Dialéctica de la Ilustración. Esto último confluye hacia una consideración esencial para estas líneas: la música como resistencia implicaría comprenderla como Aufklärung en la medida que sea una Aufklärung consciente de sus problemas irresueltos tal como la Dialéctica de la Ilustración manifiesta de modo crítico.

Ahora bien, en segundo término, tener a Adorno como filósofo y crítico de la cultura nos hace olvidar algo fundamental: la gran mayoría de sus obras tratan de asuntos referidos a la música: los libros y monografías sobre Wagner, Berg, Mahler y Schönberg, amén de diversos textos donde reúne artículos y ensayos sobre Bach, Beethoven, Webern, Hindemith y otros varios compositores como a su vez de asuntos bastante específicos como son el uso del metrónomo, la interpretación solista, el problema de la ópera en el siglo XX y un largo etcétera, no nos deben hacer inducir que de parte de Adorno existía una mera comprensión teórica de la música: era pianista y compositor, habiendo sido discípulo en Viena, a mediados de la década del 20, de Alban Berg.[3] 
Las indagaciones filosóficas de Adorno en torno a la música nacen de una praxis artística y no sólo de un interés teórico. Esto ayuda a explicarnos el lugar que dentro de su concepción de pensamiento ocupa el arte y dentro de él, la música; y se nos hace evidente que aquel lugar no es para nada algo menor y mucho menos secundario, sino más bien es fundamental. En aquel sentido el filósofo de Frankfurt pertenece al linaje de Schopenhauer y de Nietzsche, por más que su ropaje teórico de orientación marxista desoriente o desee revelarse como un mentís.[4] Categorías de época y de premura liberadora: al parecer la única salida para articular un rescate del discurso musical de manos de una irracionalidad que tanteaba con muy poca inocencia con el nacionalsocialismo (y por ende con cualquier espíritu de reacción) era discernir la posible fuerza de opacidad ideológica que la música encerraba en sí misma. No en balde y citando a E. Tucholsky ­---“a causa del mal tiempo la revolución alemana se ha realizado en el sector de la música”—  nos encontramos con algo en extremo sugerente: de qué manera Adorno se percata ya muy pronto del fracaso político de la revolución  alemana de 1919 que abrirá con posterioridad el paso al nazismo y que ofrece un correlato de agudo cambio, ya no necesariamente en las manifestaciones literario-poéticas (reunidas en ese grueso rótulo denominado expresionismo),  sino justamente en la radical consideración de la música que, a partir y a través de Schönberg, se efectúa desde incluso antes de 1914.

El compositor dialéctico, artículo escrito para un volumen homenaje a los sesenta años de Schönberg, si bien es cierto se halla circunscrito a la exigencia del halago, es asimismo una autoafirmación y toma de posiciones si nos percatamos del descalabro político de 1933. Pero también desglosa en su particularidad el “tempo” y actitud de un compositor en tiempos de crisis. Se habla ahí de un miedo a Schönberg, no nacido necesariamente del asombro ante una paleta orquestal de sumo variada y por la sonoridad inaudita que produce el quiebre de la tonalidad; sino que ese miedo viene dado por el extremo de querer este compositor, transmitirnos una atmósfera de catástrofe. Pero esta atmósfera no se autonomiza en cuanto toma de pulso epocal (el fin de la Primera Guerra Mundial, por ejemplo), sino que adquiere fuerza y razón de ser en lo que Adorno aprecia en la nueva relación entre el músico y su material sonoro: esa relación no obedece solamente a una respuesta ante un estado de emergencia, obedece también a la consecuencia natural que la música como desarrollo de sí misma en su seno lleva. Desde esta perspectiva, Adorno da a entender el afán de rigor técnico que Schönberg asume para sus composiciones, rigor que no implica transar con la tonalidad tradicional, pues ésta se muestra a estas alturas como impulso domesticado dentro de la cosificación, establecida ésta a su vez como neutralización del destino polémico que caracterizaría a la esencia de la música. Acá ya es posible apreciar un tema que la Filosofía desarrollará de modo extenso: la tensión entre tonalidad y atonalidad como fuerzas de choque del espíritu que rehusa sustraerse a la mercantilización del capitalismo tardío. Justamente esa tensión implicaría una formulación crítica desde el arte y de la música en este caso, porque daría cuenta que el acto de producción artística no se encuentra sometido por las leyes del consumo. En la tonalidad no asumida críticamente (cosa que llevaría a su autodestrucción creativa: lo atonal como lo no-resuelto) ve Adorno la derrota de la música encarnada para él en la música popular, en el jazz por ejemplo.
Como da a entender Wellmer:

“…en el arte de masas, en puridad, él (Adorno) no puede descubrir libertad alguna, sino sólo cosificación e ideología (…)
La Flauta Mágica de Mozart representa para Adorno el momento en que se logra plenamente por primera vez la coincidencia entre lo serio y lo ligero, pero al mismo tiempo, también el último.
Para Adorno la actual música ligera es sólo ideología, un muladar cultural, un producto de la industria cultural lo mismo que el cine…” [5]

No es nuestro interés entrar aquí, aceptando o  rechazando las consecuencias que Adorno deduce de la tensión tonal-atonal que desemboca en su desprecio de la música popular-ligera. Más importante es hacer a nuestro juicio un seguimiento en el artículo de 1934 a la noción de dialéctica para apreciar ahí la posibilidad de una productividad artística que configure espacio de resistencia.
La dialéctica del compositor ante un material diverso como dice Adorno no es una contradicción en el interior del artista en cuanto sujeto, sino una contradicción entre la fuerza de éste y la fuerza de la realidad ante la que se encuentra enfrentado. Esa contradicción entre el sujeto (compositor) y el objeto (material sonoro) no significa de ninguna manera dos modos de ser rígidos y separados, modos entre los cuales fuera preciso establecer una compensación: ambos se engendran de forma recíproca tal como ellos mismos están engendrados históricamente.
Este engendramiento histórico obedece a nuestro parecer a dos instantes: uno tiene que ver con el básico planteamiento de una autoconciencia subjetiva frente a y en un proceso histórico, no pasivo, sino activo y de perpetuo enfrentamiento, enmarcación del artista en su época y lector de los acontecimientos.
Aquella lectura incidiría en la toma de posición ante catástrofes inminentes que la misma autoconciencia es capaz de dilucidar más allá de la mera ingenuidad de un arte que desea alejarse de lo social: el artista como “lugarteniente”. Aquí nótese lo mencionado respecto a la fecha de aparición del artículo, que por más que trate de temas estrictamente musicales vincula a la música, representada por Schönberg, al momento de crisis dada por ese “miedo” o “espanto” ya de la época, menos de la música en sí.
Por otro lado el engendramiento histórico se vincula en el permanente conflicto de origen hegeliano entre forma y contenido, conflicto que Adorno aprecia se agudiza en la música del siglo XX; esto posee un correlato de praxis evidente: la disolución de la forma sonata, disolución que arranca desde Beethoven, pasando por Brahms y que para Schönberg significa el desafío esencial para llevar a cabo sus ideas musicales. Porque justamente la forma sonata desarrollada en un proceso de Aufklärung (su nacimiento con el clasicismo vienés sería la prueba a todas luces) se hallaría agotada para la expresividad de “emergencia” que la nueva dialéctica relacional entre sujeto-objeto que Adorno ve en Schönberg, necesita para llevar a buen término, precisamente se ha clausurado, habiendo, al parecer, llegado a su propia conclusión lógica.
La forma sonata como equilibrio de partes donde un conjunto de notas y acordes predominan sobre otros en una jerarquía necesaria para establecer la tonalidad, se hace trizas en la destrucción de esa misma jerarquía por medio de sus propios componentes en un afán de libertad igualitaria. De ahí que la consecuencia obvia de la atonalidad en Schönberg significa sistematizar aquella libertad como técnica en el dodecafonismo, donde es posible advertir el derrumbe total de la forma sonata clásica, pero abriendo nuevos problemas de soporte al contenido exclusivamente musical.
Este doble engendramiento histórico delata el conflicto entre el sujeto y el objeto, entre el compositor y la materialidad sonora. Así, la relación dialéctica está vigente en verdad desde el momento en que el material artístico adquirió frente a los hombres, la independencia de las cosas y no devino una mera consecuencia de un dominio total. En la medida en que es en el recinto de la congruencia de la técnica compositiva en donde el sujeto y el objeto están confrontados, en la medida en que es en su imbricación en donde están sometidos a control; la dialéctica misma, al decir de Adorno, se ha desasido de su ciego nivel natural y se ha vuelto practicable: la suma rigurosidad de la técnica compositiva se devela en última instancia como libertad suma, es decir como la libertad del hombre para disponer de la música.
Y es precisamente en esa libertad nacida de la confrontación dialéctica entre sujeto y objeto donde debe anidar la superación del miedo. Ahora bien, parece extremo el apuntalar en nociones tales como espanto, miedo y angustia la configuración de la música. Pero la naturaleza de ésta se encuentra impresa únicamente en los extremos y sólo ellos permiten reconocer su contenido de verdad. El dilucidar aquel “contenido de verdad” es un eslabón necesario entre el artículo que hasta ahora hemos revisado y la Filosofía de la nueva música. Por su puesto que no se trata de examinar en la presente oportunidad in-extenso la dificultosa reflexión de Adorno que ahí se expone, mas bien es preciso enmarcar adecuadamente lo que la música nueva como Aufklärung puede brindarnos para, a partir de ahí, hacer el viraje conclusivo que entronice a la música como resistencia.
El contenido de verdad es el apartarse de la objetividad obvia que en la música representa la tonalidad; por ello la atonalidad es una posición de defensa y crítica contra la mercadería artística mecanizada, tal como se señaló más arriba.
Para Adorno hacer una filosofía de la música es hacerla de la nueva música. La única defensa consiste en denunciar esa cultura oficial de aparente reconciliación ya que esa cultura por sí misma sólo sirve para fomentar la barbarie que se esfuerza en combatir. Por ello la afirmación que las obras maestras de la música contemporánea son más cerebrales y tienen menos carácter sensible, representa, según Adorno, sólo una proyección de la incapacidad de comprender. El antiintelectualismo que sustenta opiniones semejantes y que apela al “sentimiento” se alía y complementa de modo oneroso a la razón de negocio propia del capitalismo tardío, pues ve en el placer otorgado sin reflexión, un recurso de apaciguamiento a-crítico.
Es así que la música, asumida como un movimiento conceptual que anima lo inarticulado de la negatividad, se muestra como determinación específica de lo objetivo. De aquí puede desprenderse una idea fundamental para comprender el gesto de Adorno que encajona a la música, a la “nueva música”, como representación y esencia de un tiempo de crisis (recordando el contexto de  ambos textos)
Tal  idea es que la obra de arte y en particular, la obra musical, lucha contra una identidad al manifestarse como negatividad, es decir, como oposición a la equiparación niveladora del estilo. Aquí el estilo es la tonalidad secuestrada por la “ratio” comercial, sea esta tonalidad “seria” o “ligera”. Esto rompe a nuestro entender, la enmarcación despreciativa que en un primer momento es dable ver en Adorno, respecto a su rechazo de la música popular. Porque justamente el meloso gusto por una melodía de Chaikowski transmitida como apertura de un comercial radial es perfectamente equiparable a los excesos del jazz, por ejemplo.
Así puede desprenderse que en contraposición a ello, la música, en la negatividad, deba apelar a los procesos  de Aufklärung que, tradicionalmente, el Romanticismo le negó al identificarla como “pasión del corazón”. Es precisamente en la superación de esta premisa que la música debe reconocer la cuota de  Aufklärung que en sí lleva, algo que Maynard Solomon  ha observado respecto a la música de Beethoven al analizar la Novena Sinfonía como soporte de reconciliación deseada, pero desde un lenguaje que, basándose en la tonalidad, la trasciende en su propia materialidad[6]
Lo que Adorno pareciera proponer es un nuevo escenario donde perdida la tonalidad como sustento de nuestra sensibilidad e imaginación, derivemos a lo atonal que despierta en su amalgama de desorden y caos aparente, la esencia de lo que no deseamos admitir.

Porque la música muestra, conmovida, por el proceso de Aufklärung que tiene, su propia conciencia de progreso. Y esa conciencia es la de una conciencia angustiada del oyente y de lo objetivo, conciencia que se encuentra en la nueva música con las puertas cerradas, a través de las cuales se esperaba huir, porque en la música y en el arte, refleja sin concesiones su más absoluta negatividad y saca a superficie todo lo que se querría olvidar. Por eso la nueva música se enfrenta a la ingenua rutina cultural sin ninguna consideración y se convierte en su antítesis chocante: explota la memoria de lo negado como supresión y lo trae a presencia en el sonido, un sonido que es como el sujeto que la enuncia: desgarrada, malherida, en protesta aguda dentro de la época y viento en contra al manifestarse cualquier tipo de reconciliación aparente. Así, pareciera deducirse un valor “ético” de la nueva música, pues muestra como un espejo la fealdad socio-espiritual que la modernidad desearía maquillar bajo velos más amables.
Este proceso de “aclaración” que la música lleva es porque se reconoce como Aufklärung en el misterio de la más alta lucidez. Por ello es dable ver en ella un espacio de resistencia de lo otro, un espacio donde no sólo se resguarda la memoria de lo excluido, sino también se despliega como “obra” esa misma exclusión. Es así que en la música puede anidar el esfuerzo permanente de la negatividad ante la totalidad de la “ratio” comercial que neutraliza cada uno de sus componentes. Para concluir, sólo podríamos agregar que esa nueva música, encarnada en el compositor dialéctico, en Schönberg, es la más alta exigencia musical: todo el material auditivo se vuelve fiero, chocante, porque pareciera replegarse sin concesiones. No es el mundo de sonidos tradicionales con los cuales nos solazamos a diario el que nos presenta esta música.
Es otro mundo, un mundo que nos es enrostrado, surgido de las ruinas de lo diario que, en apariencia, es conciliatorio. Es una música exigente porque ella nos solicita a nosotros y no nosotros a ella. Ella se basta a sí misma (la autonomía de material)  en la concatenación que bordea lo inexpresable. No otorga el placer que anhelamos por ejemplo al oír a Beethoven, sino en la medida que busquemos o encontremos una amplia solicitud hacia ella, solicitud que puede traducirse en atención, concentración, audición despierta con todos los sentidos. Y eso es “trabajo” es decir, laborar para encontrar.
Su placer no es de este mundo, porque propone su placer en los extremos del mundo, allí donde nos encontramos despojados y anhelamos el goce del instante, placer que en los extremos nos invita, atrevidamente, a buscar en una ultraconcentración el desgarro que, como sujetos, poseemos.



                                                   











[1] Adorno, T: El compositor dialéctico en Impromptus: artículos musicales. Primera edición alemana 1968, ed en español, 1985, Laia, Barcelona, traducción de Andrés Sánchez Pascual.
[2] Adorno, T: Filosofía de la nueva música. Primera edición alemana 1949, ed en español, 1966, Sur, Buenos Aires, traducción de Alberto Luis Bixio.
[3] “Las composiciones musicales de Adorno han sido publicadas, en dos volúmenes por la Editorial “Text und Kritik” de Munich. La edición ha estado al cuidado de Heinz-Klaus Metzger y Rainer Riehn. El tomo I (1980) contiene los ciclos de canciones para voz y piano. El tomo II (1983), la música de cámara, las obras para coro y las obras para orquesta (...) Existen además otras composiciones musicales de Adorno (un trío para cuerda, un cuarteto, diversas piezas para piano) que su autor no dio por definitivas y que por ello no han sido incluidas en la mencionada edición.” Andrés Sánchez Pascual en una nota a su traducción de Impromptus ed cit, pp226-227. Acerca del aprendizaje de Adorno con el autor de Wozzeck vid el capítulo titulado “Recuerdo” de la monografía de Adorno Alban Berg; el maestro de la transición ínfima, Alianza, Madrid, 1990, pp19-43.
[4] Al respecto es posible consultar el ensayo “Verdad, apariencia, reconciliación. La salvación estética de la Modernidad según Adorno” de Albrecht Wellmer en Sobre dialéctica de modernidad y postmodernidad: la crítica de la razón después de Adorno, Visor, Madrid, 1993, pp 13-50.
[5] Wellmer, A: Sobre la dialéctica de modernidad y postmodernidad: la crítica de la razón después de Adorno. ed cit, pp 46-47.
[6] Solomon, M: Beethoven , J.C. Vergara  editor, Barcelona, 1982

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