Apenas pasado un día, doy vuelta la página y deseo subir al blog un texto que trata acerca de una de mis obsesiones: el ensayo. Éste, ciertamente, una excéntrica forma de escritura en nuestro medio. Si apenas se las puede ver con la novela, la poesía y para qué digamos, el teatro, ya nos imaginaremos la muy lateral relevancia del ensayo en el contexto de la literatura nacional. Pero por muy alejado que se encuentre de las predilecciones de un hipotético lector y no encabeze los listados de los libros más vendidos, la fascinante conjugación de imaginación y reflexión en una prosa de por sí, amplia, nerviosa, analítica o aparentemente despreocupada, siempre me ha parecido sugestiva y hasta ejemplar: una comodidad prolífica y seductora de entender que el ejercicio reflexivo puede y hasta debe ir articulado estéticamente, que más que mostar verdades, debiese insinuar conjeturas. Todo un mundo se abre ahí. Por lo demás, su más que hipotética excentricidad, vuelve al ensayo una forma literaria ajena a los malos hábitos de los comidillos presentes: no me imagino a "ensayistas jóvenes" despotricando unos contra otros o haciendo lobby o rindiendo pleitesía a monigotes culturales para obtener una beca, un premio o ser incluidos en alguna antología o que los entrevisten en El Mercurio. Si fuese así, sin duda este sería otro país...tal vez más risible. No lo sé.
El texto que adjunto peca sin embargo de los típicos tics académicos: ruego al benévolo lector disculpe tal uso de aquel protocolo. Para finalizar, las fotos que acompañan son de algunos ensayistas chilenos que se han convertido en mi especial agrado y deleite: Martín Cerda, Luis Oyarzún, Clarence Finlayson, Ricardo Latcham, Jorge Millas.
I
El ensayo ha devenido una forma escritural o tipo de texto de difícil aprehensión y caracterización, cuya singularidad es otorgada desde las diversas maneras de aproximarse e interpretar su peculiaridad, referida ésta tanto a su articulación retórica, a su filiación teórica-ideológica, como a la manifestación de una subjetividad en permanente autocomprensión y desarrollo.
Este problema definitorio, sin embargo, no es reciente en la nutrida bibliografía crítica al uso. Si nos remontamos solo a principios del siglo pasado, Georg Lukács se veía en la necesidad de justificar teóricamente sus escritos reunidos en El alma y las formas (1911), puntualizando la “naturaleza” del ensayo. El abordaje lukacsiano es, sin duda, una de las primeras aproximaciones contemporáneas a este asunto y del que aún hoy pueden interesar varios rasgos definitorios a la hora de intentar una caracterización de tan huidizo tipo de texto. Entre esos rasgos, caben destacar, la relevancia en el ensayo del proceso de juzgar en detrimento del juicio en sí mismo; la condición “inacabada” de lo escrito frente al “acabamiento” de los textos científicos; la sobrevivencia del pensamiento del ensayista y la imposibilidad de ser superado con el tiempo dado que su escritura es “arte” y no ciencia, etcétera (Lukács, 1985: 13-39). Avanzado el siglo, Theodor Adorno intenta definir el ensayo, siguiendo en lo fundamental, los términos de Lukács, pero agregando un par de nuevas características relevantes: el ensayo no puede adscribirse ni a la ciencia ni a la filosofía, en vista de su índole intermedia y, siendo el “ludismo” –en el sentido de la capacidad del ensayista a trasponer las premisas previas desde donde parte su exploración-, uno de sus fundamentos primordiales, ya que el ensayo no puede ser considerado como un escrito que proponga o defienda un dogma u ortodoxia (Adorno, 1962: 11-36).
Estas caracterizaciones, siendo contrapuestas, definen el género en abstracto, prescindiendo de cualquier revisión histórica de lo que se pueda entender como “ensayismo” en los diversos momentos o épocas en que este tipo de texto se ha manifestado. Al respecto, Miguel Gomes señala lo siguiente:
Si empezamos (…) a definir qué es o no un ensayo, recaeríamos probablemente en el mismo desacierto. Una y otra vez la crítica se ha embarcado en empresas definitorias. Y cuantas más definiciones surgen, más tipos de ensayos existen y el panorama se oscurece. Nada malo o perverso hay en proponer una concepción universalizante del género. Por esa vía, no obstante, contribuiríamos más al entendimiento de nuestra propia poética como ensayistas que a un conocimiento “crítico” de lo que estudiamos. Buen ejemplo ofrecen Lukács y Adorno: los ensayos de ambos no sólo podrían sino que deberían ser leídos a partir de las premisas que proponen para entender el género; analizar, en cambio, el ensayo de otros autores a partir de esas premisas mismas conduciría a callejones sin salida –el “ensayo” concebido por uno puede negar el del otro en la teoría como en la práctica (Gomes, 1996: 8)
ensayo ha mostrado un vigoroso desarrollo debido a la variedad, intensidad y calidad de los textos a él circunscritos y que ha consolidado con justicia la observación de verlo convertido en la espina dorsal de la crítica en nuestro continente, posibilitando de este modo la creación de un espacio reflexivo atento a los disímiles avatares de nuestra modernidad y sus consecuencias modernizadoras. Un crítico tan informado sobre esto como Fernando Ainsa lo manifiesta del siguiente modo:
(…) el pensamiento latinoamericano se expresa a través de este género (ensayo) marcado por la urgencia y la intensa conciencia de la temporalidad histórica; elabora diagnósticos socio-culturales sobre la identidad nacional y continental (…) reflexiona sobre la diferencia y la alteridad, sobre lo propio y lo extraño en ese inevitable juego de espejos entre el Viejo y el Nuevo Mundo que caracteriza la historia de las ideas en un continente enfrentado a contradicciones y antinomias (…) el ensayo ha propiciado también denuncias de injusticias y desigualdades y ha inspirado el pensamiento antiimperialista o el de la filosofía de la liberación con un sentido de urgencia ideológica más persuasivo que demostrativo y donde el conocimiento del mundo no se puede separar del proyecto de transformarlo. De ahí su intensa vocación mesiánica y utópica (…) (Salas A (comp.), 2005: 239-240)
Bajo tal premisa una caracterización en “abstracto” de lo que es el ensayo, desdibujaría la riqueza conceptual, estilística e ideológica que le es intrínseca, pues de lo que se trata es de percibir en las concepciones ofrecidas por la misma escritura ensayística, las transformaciones formales e históricas a las que se ve sometida, no desde una idea de progreso o evolución en tanto tales, sino más bien en lo que las necesidades literarias y vitales de quienes escriben y leen otorgan significado. Son justamente esas necesidades las que condicionan al texto y dan cuenta de su temporalidad. En este entendido, por lo demás, ensayo y crítica van de la mano en un maridaje que rebasa los compartimentos especializados de la discursividad intelectual en boga. Tal maridaje hace tanto de la literatura, la historiografía, la filosofía, la antropología, la estética y otros muchos saberes, sus fuentes fecundas y aleccionadoras, convirtiéndose simultáneamente en la respectiva disidencia de los mismos. De esta forma, el ensayo contribuye con la peculiarísima retórica de su enunciado (un yo que acepta, rechaza o escamotea) a un desplazamiento de los horizontes del sentido o a su cuestionamiento siempre necesario. Horizonte socavado por ese yo enunciante que convierte o transforma los paradigmas de lo real en marcas de un significado en permanente devenir. Por eso la escritura del “yo” ensayístico ha logrado una notable autonomía y no teme manifestarse como poseedora de un saber fundado en su actitud indagativa y exploratoria que, a su vez, se sustenta en el rendimiento estético de su gratuidad escritural gracias a un gesto que pone en permanente entredicho sus múltiples referentes. De esa manera, todo escribir ensayístico aspira a una “perspectiva”, porque el yo que se despliega en la escritura busca o tantea un equilibrio ante el vértigo y el abismo de su discurrir. A su vez, esa misma “perspectiva” devela un distanciamiento que se instaura en tanto el ensayo posee la permanente tensión de aspirar a transformarse en “eso otro” de lo cual se distancia y que se configura como desplazamiento deletéreo. Como ha señalado Gregorio Kaminsky con propiedad: “mientras que mantiene tan sólo un alcance de proximidad, de tentativa, de merodeo, de balbuceo, el ensayo, aun dentro del dominio de los rigores por lo verdadero, está regido por el mundo de la intencionalidad…” (Percia (comp.), 1998: 78) Esta certidumbre indesmentible del valor crítico e ideológico que posee el ensayo y que hace del “yo” de su enunciado el eje sobre el cual se articula sus disposición exploratoria, sigue dejando abierta la pregunta por su inscripción y caracterización, tensionado las fluctuantes fronteras entre los diversos saberes disciplinares. Aún más, esa pregunta se vuelve necesaria para instalar una reflexión que no sólo legitime su pertenencia a la institucionalidad literaria, sino también se hace pertinente para entrever su modulación formal y su inscripción contextual. De aquel modo, caracterizar al ensayo equivale a requerir e indagar por una serie de planteamientos fundamentales: ¿es un tipo de texto cuyas peculiaridades se puedan definir?, ¿en qué lugar habría que inscribir su descripción, en la literatura, la filosofía, en la historia de las ideas?, ¿son pertinentes y viables teóricamente las premisas para decidir su especificidad literaria?, ¿y de qué forma entonces su propia existencia tensiona las fronteras de esa misma especificidad, vulnerando cualquier clasificación estanca y aún poniendo una cuota de incertidumbre respecto de lo que se considera propiamente “literario”?. Dar cuenta de estas preguntas no es menor si se considera la permanente desorientación y discusión que ha causado entre teóricos y críticos literarios un tipo de texto amplio, versátil y que ha sido vinculado, tradicionalmente, al interés que pudieran suscitar sus contenidos o la información acerca de la situación social o sobre la ideología o el sistema de valores de su autor. Texto de una alta libertad compositiva y de una aparente indeterminación formal, pone en entredicho los intentos clasificatorios de la tradición genológica más usual. Pero por supuesto que no es objetivo del presente artículo, dirimir y menos sancionar una clausura a tal debate, rico en ideas, planteamientos y consideraciones de estimulante divergencia y valor teórico.
No obstante, se hace necesario sustentar la posición de lectura que nos guiará, abordando la pertinencia teórica del ensayo desde esa actitud indagativa que le es propia y sobre la que descansa buena parte de su significación de versatilidad y cuestionamiento. Es a esa actitud indagativa a la que queremos hacer referencia como sustentadora específica del ensayo, viéndola desde el prisma deboriano de “deriva”: un viaje exploratorio que devela la articulación de las discursividades hegemónicas que se hallan en el sustrato mismo de la “ciudad letrada”, propiciando un correlato alternativo fundado en la distancia que posibilita la autorreflexión que le es propia a ese “yo” escritural y que, ciertamente, contribuye a comprender tanto la historización misma del ensayo, como la(s) representación(es) de su propia legibilidad en los contextos de su producción.[1]
II
El ensayo es, ciertamente, un género moderno que posee una data explícita y cuyo origen se halla contextualizado en el renacimiento humanista del siglo XVI, teniendo a Michel de Montaigne como su padre fundador.[2] Esto no deja de ser sintomático, ya que la sola mención a Montaigne, delata la peculiar práctica escritural que convierte al ensayo en una textualidad divergente de otro tipo de textos. Justamente es aquí donde asistimos al descubrimiento, en la escritura, de un “yo” nominado, no anónimo, poseedor de una prestancia personal que valora el pensamiento independizado de la masa, pensamiento que configura una efigie de ser humano centrada en el autoanálisis y la autoconciencia. Algo semejante a lo que acontecía de modo contemporáneo con el auge del retrato y del autorretrato como géneros pictóricos durante los siglos XVI y XVII. Esta última analogía se vuelve sugestiva, ya que a partir del modelo pictórico del dibujo o boceto es dable referirse a ciertos procedimientos, derivados de la nueva concepción renacentista, que también operan en la configuración del ensayismo de Montaigne y que hacen referencia a la “disposición estética” que opera en la configuración de su escritura, atendiendo a su despliegue gratuito y autónomo, rigiéndose por el razonamiento que desplaza todo concepto de “auctoritas” a mera alusión que no de mecanismo efectivo de articulación retórica. Lo primordial es advertir que Montaigne inaugura un modo de entender la disposición retórica del ensayo alrededor de la primera persona de singular desde donde se organizará de manera predominante, toda referencia personal, temporal y espacial de la textualidad ensayística. En el acto mismo del discurrir ensayístico –libre e inacabado-, se muestran los recorridos del pensamiento, las exploraciones del sentido nacidas de la autorreflexión y la concurrencia entre voluntad y expresión. Todo ello conlleva una serie de consecuencias que hacen sino confirmar la inscripción del ensayo como género genuinamente moderno:
El humanismo, al restaurar la cultura clásica, sugirió un sentido del mundo que lo removió todo en el siglo XVI, uno de los más densos y agitados de la historia. Dos visiones sobre todo, venían a modificar la orientación humana: la jerarquía a que se elevó la conciencia individual (creciente, hasta culminar en la “Declaración de los derechos del hombre” a fines del siglo XVIII) y la metodología de las ciencias, que abatió todo principio de autoridad intelectual, según al habían entendido los que se atuvieron a Aristóteles como norma del saber, privando así de fecundidad la obra del estagirita (Vitier, 1945: 19)
La modernidad del ensayo queda establecida tanto por la nueva concepción del sujeto del enunciado que inaugura su propio discurrir, como por las marcas de significado que ese mismo sujeto, al manifestarse, establece como propias en la peculiaridad del ensayo en tanto género y que hace de la autorreflexión su fundamento.
Si la modernidad ha establecido categorizaciones de análisis –teoría de los géneros- para el abordaje de la textualidades que configuran el entramado discursivo que llamamos “literatura”, vale dar cuenta de la manera o modo en que aquel entramado se manifiesta. Ahora bien, la forma ha sido (es) siempre la meta, el fin último o como manifiesta el joven Lukács, el “destino” de las obras superiores y, en consecuencia, es hacia aquel horizonte a donde se orientarían los deseos y esfuerzos más concienzudos de todo escritor (Lukács, 1985: 27). Es que la forma permite delimitar y establecer las fronteras de la materia de la obra contribuyendo de esa manera a configurar un punto de vista que se articula coherente consigo mismo, obedeciendo a un principio de estructuración que permite al escritor, exponer un ángulo de realidad que la escritura, escamoteada en su aprehensión de sentido, otorga con no menos vigor o reconocimiento.
La posición del “yo” ensayístico, sin embargo, se vuelve divergente y diversa frente a esto: mientras que el poeta, el dramaturgo y el novelista llevan a cabo una aprehensión titánica al vérselas con la materialidad del lenguaje para configurarlo y así otorgarle sentido, el “yo” ensayístico no emerge ni parte de los arcanos previos del lenguaje desconfigurado, sino que siempre da inicio a su devenir desde una materia ya dotada de forma (libro, obra de arte, experiencia de vida). Esto le permite vivenciar, interiorizar, sentir e interrogar a esas formas preestablecidas para convertirlas en la ocasión que motiva un punto de fuga que revierte la aparente docilidad del sentido, volviéndose paradojalmente no la enunciación repetitiva que confirma lo que el texto de base indica o pretende clausurar en su seguridad textual, sino más bien, permitiéndose la intrepidez de entreabrir una ventana para que la incertidumbre, la duda o el escepticismo, se adentren hacia el tejido en apariencia seguro de esas enunciaciones basadas en su propia autoconfiguración y estabilidad.
Es este último gesto, tan propio de la escritura del “yo” ensayístico, el que es posible analogar con el concepto de “deriva” propuesta por el situacionismo de Guy Debord. Recordemos que para el francés, este término se presenta como una técnica de pasos ininterrumpidos a través de ambientes diversos y que hace de la ciudad su escenario predilecto: la exploración de un espacio fijado previamente, como lo es el urbano, supone por tanto el establecimiento de las bases de partida y el cálculo de las direcciones de penetración en la indagación exploratoria. Por ello el concepto de deriva está ligado indisolublemente al reconocimiento de efectos de naturaleza psicogeográfica y a la afirmación de un comportamiento lúdico-constructivo que se efectúa en el recorrido azaroso del sujeto. Ese comportamiento implica un desplazamiento, desplazamiento que, como experiencia urbana, convierte, justamente, al azar en el sustento axiomático de sí mismo. De aquella forma el azar juega en la deriva un papel tanto más importante cuanto menos asentada esté todavía la observación psicogeográfica. Pero la acción del azar es conservadora por naturaleza y tiende en un nuevo marco, a reducir todo a la alternancia de una serie limitada de variantes y a la costumbre. Al no ser el progreso más que la ruptura de alguno de los campos en los que actúa el azar mediante la creación de nuevas condiciones más favorables a nuestros designios, se puede decir que los azares de la deriva son esencialmente diferentes de los del paseo, pero que se corre el riesgo de que los primeros atractivos psicogeográficos que se descubren fijen al sujeto o al grupo que deriva alrededor de nuevos ejes recurrentes a los que todo les hace volver una y otra vez. Esta fijación de la deriva por diferenciarse del paseo es primordial: ciertamente en el situacionismo la deflación del recorrido al volverse recurrente en las diversas fijaciones que buscan una seguridad otorgada por el sentido en tanto un a priori del desplazamiento, se transforma en la tentación permanente para quien practica tal ejercicio (Debord, 1999).
Ahora bien, se vuelve interesante y productivo establecer de modo tentativo una analogía que, en su sello, creo que puede esclarecer lo que el “yo” ensayístico busca en su despliegue escritural, posibilitando el desplazamiento: pues lo que es la deriva respecto al paseo en el situacionismo, puede ser la ironía respecto a la doxa en la escritura ensayística. Esto lo enunciamos a modo de propuesta para cuyo desarrollo explicativo me limitaré a rastrear un par de puntos que considero primordiales y representativos.
En primer término, la ironía: el “yo” del enunciado ensayístico pareciera estar ocupado siempre de libros, imágenes, objetos, cosas mínimas, residuos culturales, representaciones de la memoria o simples hallazgos de un repertorio anecdótico que utiliza como sustento un marco histórico determinado. La ironía en este caso es más bien una estrategia o recurso de aquel yo para enmascarar sus inquietudes más radicales, más acuciantes y reveladoras, más necesarias en su angustia metafísica. Y ello bajo el ropaje de lo secundario, bajo el aspecto de la glosa, el comentario o de la disgresión ocasional. En verdad, el yo ensayístico siempre habla o refiere acerca de “cuestiones últimas”, aquellas que incomodan, zahieren o desestabilizan la modorra cristalizada de las opiniones con pretensiones de esclarecimiento o autosatisfechas de sí mismas, de su “verdad”. Como apunta el ensayista chileno Martín Cerda, esta “paradoja corresponde a lo que en lo esencial, dice la palabra “ironía”: eironeia fue, para los griegos, lo que hoy llamamos disimulo y derivaba de eromai (yo pregunto), y constituye, por lo tanto, una interrogación enmascarada o, como dice el diccionario, el arte de preguntar fingiendo ignorancia” (Cerda, 1982: 24-25). Vemos entonces que lo fundamental de ese yo que vaga de objeto en objeto, de libro en libro, de cosa en cosa, no reside en la preocupación de esos elementos en sí mismos: se vuelven pretexto, posibilidades a seguir y son, literalmente, deconstruidos, vueltos “otros” en aquel ejercicio socrático que les hace notar-como diría Lukács- la radical concepción del mundo en su desnuda pureza.
En segundo término, en su discurrir, el “yo” ensayístico hace de la fragmentación, su razón de ser. No se trata, sin embargo, de invocar un linaje formal, sino de justificar una forma, modo o práctica de escribir. El yo ensayístico –desplegado en la máxima, el aforismo, la anotación- no busca la textualidad concebida como los restos de una totalidad perdida que hay que salir a recobrar. En absoluto, lo que apreciamos más bien es una manera que posee la escritura de responder a un determinado tipo de coyuntura histórica, como asimismo a un modo de mirar, asumir y valorar el mundo. La fragmentaridad, implica, qué duda cabe, una fractura o crisis, un quiebre social, como a su vez una infracción de todos los lenguajes que, de una u otra forma, intentan enmascarar o taparla. Lo que vuelve relevante a todo escrito fragmentado, es lo que quiebra o fragmenta a la escritura. Esa infracción de los discursos instituidos, socializados, en otros términos “doxologizados”, es lo que constituye la razón de ser misma del ensayo, del sujeto que enuncia y hace patente la crisis en su propio desenvolvimiento y que abrevia, resume o condensa en su actitud la negatividad del sentido.
III
A modo de conclusión, podemos advertir que esta breve caracterización del “yo” ensayístico, permite establecer la zona o espacio de validez donde se cumple su promesa en tanto escritura, pues el ensayo no pretende, hoy por hoy, exponer una visión o saber total, sino más bien, introducir una mirada discontinua en un mundo en donde se operativizan, ocultan o enmascaran diversos lenguajes “totales”, monolíticos y opresivos. De esta manera, el “yo” ensayís tico se vuelve el hermano hereje del yo lírico y del yo novelesco: el aparente nimio compromiso radicado en su vagabundaje, en su errancia, transforman a este yo, en un enunciado excéntrico, excentricidad que le protege y a la vez le estimula en su discurrir para hallar en la discontinuidad, no sólo el esparcimiento estético de su configuración formal, sino también, la raíz crítica que le hace ser mirada y guiño, cuestionamiento y certeza, exploración y circunstancia aparencial. Es en la pretendida “superficialidad” que otorga el desplazamiento y que el situacionismo eleva a categoría de análisis, donde es dable encontrar en el ensayo lo más productivo de su “herejía” y que nos hace que volvamos hacia aquel yo, como hacia una máscara carnavalesca tras la cual, el rostro siempre es otro, alejándose de nosotros con su eterna carcajada.
Bibliografía
1.-Adorno, Theodor. (1962) Notas de literatura. Barcelona: Ed Ariel
2.-Cerda, Martín. (1982) La palabra quebrada: ensayo sobre el ensayo. Valparaíso: Ed Universitarias de Valparaíso
3.-Debord, Guy (1999) Internacional situacionista, vol. I: La realización del arte, Madrid: Literatura Gris
4.-Gomes, Miguel (1996) Poéticas del ensayo venezolano del siglo XX: la forma de lo diverso, Providence, Rhode Island: Ed Inti
5.-Lukács, Georg (1985) El alma y las formas. México: Ed Grijalbo
6.-Percia, Marcelo (comp.) (1998) Ensayo y subjetividad. Buenos Aires: Ed Eudeba
7.- Salas, Ricardo (comp.) (2005) Pensamiento crítico latinoamericano: conceptos fundamentales, tomo 1, Santiago de Chile: Ed Universidad Católica Silva Henríquez.
8.-Vitier, Medardo (1945) Del ensayo americano. México: Ed Fondo de Cultura Económica.
[1] Lo que aquí hemos denominado como develamiento de las discursividades hegemónicas por parte de la escritura ensayística en tanto escritura crítica, hace referencia a lo que Liliana Weinberg ha llamado “la forma de la moral y la moral de la forma” en el ensayo latinoamericano y que, ciertamente, puede ser visto como el proceso indagatorio y explorador, característico del género ensayo, en relación a auscultar, exponer y desentrañar, no sólo a nivel de contenido, sino en tanto estrategia retórica de su propio enunciado, las estrechas vinculaciones habidas entre el sujeto y su contexto.
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